“En nuestros días”, dijo Nikita Khrushchev a una multitud reunida en el Estadio Lenin de Moscú el 28 de septiembre de 1959, “los sueños que la humanidad ha acariciado durante siglos, sueños expresados en cuentos de hadas que parecían pura fantasía, se están convirtiendo en realidad gracias a las propias manos del hombre”. [1]
Francis Spufford, Red Plenty
Esta cita del extraordinario Red Plenty de Francis Spufford nos recuerda que cuando el comunismo fue derrotado, no fue solo una ideología particular la que desapareció. La desaparición del comunismo fue también la desaparición del sueño prometeico del modernismo de una transformación total de la sociedad humana. Michael Hardt ha sostenido que “el contenido positivo del comunismo, que corresponde a la abolición de la propiedad privada, es la producción autónoma de la humanidad: una nueva visión, una nueva escucha, un nuevo pensamiento, un nuevo amor”.
La llegada de lo que he llamado “realismo capitalista” —la aceptación generalizada de que no hay alternativa al capitalismo— significó, por lo tanto, el fin de estas nuevas posibilidades productivas, perceptivas, cognitivas y libidinales. Significó que quedaríamos reducidos a la misma visión, audición, pensamiento, amor de siempre… para siempre. Fredric Jameson sostuvo hace mucho tiempo que el posmodernismo era la lógica cultural del capitalismo tardío, y los rasgos que Jameson afirmaba que eran característicos de lo posmoderno —el pastiche, el colapso de la historicidad— son ahora omnipresentes. El único futuro que el capital puede ofrecer de manera confiable es el tecnológico: no contamos el tiempo histórico en términos de cambios culturales, sino de actualizaciones tecnológicas, viendo las mismas cosas de siempre en pantallas de mayor definición.
La realidad de clase continúa
La actitud de realismo que exige el capitalismo dominante es esencialmente depresiva. La gestión de esta depresión colectiva pasa por una serie de umbrales. En primer lugar, llegamos a esperar muy poco: nunca volverá a suceder nada. Luego pensamos que tal vez las cosas que una vez sucedieron no fueron tan grandiosas en realidad. Finalmente, aceptamos que nunca ha sucedido nada, ni podría suceder nunca. Cuanto más se normaliza la depresión, más difícil es incluso identificarla. Las expectativas radicalmente reducidas se vuelven habituales. El tiempo se aplana.
Esta depresión generalizada es una de las razones por las que ha sucedido tan poco desde la gran crisis capitalista de 2008. Sin embargo, esta depresión es en sí misma un síntoma y una causa de algo más: la descomposición de la solidaridad de clase. Habría que adentrarse en el siglo XIX para encontrar un momento en el que la conciencia de clase era tan débil como lo es ahora. No sólo el capital, sino también elementos de la izquierda posterior al 68, han mantenido que la clase es una categoría obsoleta, no apta para lidiar con las multiplicidades y complicaciones de la vida del siglo XXI. Sin embargo, estas complicaciones son en algunos aspectos un espejismo que oculta la persistencia de una estructura de clase en la que la mayoría de la población está marcada como inferior. La realidad de la clase continúa, pero sin conciencia de clase. El trabajo de Beverley Skeggs y Helen Wood sobre la base de clase de los reality shows y el análisis de Owen Jones de la “demonización de la clase trabajadora” muestran que la clase se exhibe incluso cuando se la niega en la cultura contemporánea.
Desde los años 1960, la izquierda se ha dividido en un leninismo autoritario-nostálgico, comprometido con una forma de partido y una política de clases cuyo momento histórico parece haber pasado, y una izquierda supuestamente “nueva” que rechaza las instituciones y la centralidad de la lucha de clases y pone toda su fe en la capacidad del pueblo para movilizarse de forma autónoma y producir fuera de las relaciones sociales capitalistas. Necesitamos desesperadamente deshacer este binarismo. No hay camino de regreso al viejo partido leninista, como tampoco lo hay al capitalismo fordista. Sin embargo, el autonomismo ingenuo ha demostrado que tampoco tiene sentido en el momento actual. El anticapitalismo y su séquito de estrategias (ocupaciones, protestas) no han causado ni un momento de alarma grave en el capital. El 68 predicó que las estructuras no caminan por la calle, pero si algo nos ha enseñado el anticapitalismo es que, por sí solo, el activismo callejero tiene poco efecto sobre las estructuras.
No hay deseo de capitalismo
No tenemos que elegir entre política de clases y antiautoritarismo, como tampoco tenemos que elegir entre Gramsci, Deleuze o Guattari, entre un enfoque hegemónico y una política del deseo. De hecho, si queremos tener éxito, debemos rechazar rotundamente esta falsa elección. La política de clases debe renovarse y reanudarse, no simplemente revivirse como si nada hubiera pasado. Al estilo de Gramsci, necesitamos volver a tomar en serio las instituciones. Los medios de comunicación tradicionales siguen siendo el lugar donde se produce nuestro sentido de la realidad; y a pesar de todas las afirmaciones sobre la decadencia del Estado, el parlamento todavía tiene poder sobre la vida y la muerte a través de su control del ejército, los servicios de salud y la seguridad social. Sin embargo, estas instituciones no pueden renovarse desde dentro; es necesario articular la institución y las fuerzas externas a ellas.
Al mismo tiempo, el deseo no es una energía vitalista que surgirá espontáneamente una vez que los cuerpos se liberen de las instituciones. Más bien, el deseo es siempre el resultado de procesos de ingeniería libidinal y, por el momento, nuestro deseo es manipulado por el ejército de especialistas en relaciones públicas, marcas y publicidad del capital. La izquierda necesita producir sus propios mecanismos de deseo. Es cierto que, a primera vista, parece que estamos en cierta desventaja cuando consideramos los vastos recursos que el capital tiene a su disposición para capturar nuestro deseo. Sin embargo, no existe ningún deseo por el capitalismo como tal, del mismo modo que la cultura está compuesta de materiales libidinales que no tienen una relación esencial con el capital; razón por la cual el capital tiene que distraernos, deprimirnos y hacernos adictos para mantenernos cautivados y subordinados.
Pero si ya no nos definimos negativamente, por nuestra oposición al capital, ¿cómo se llamará nuestro proyecto positivo? No creo que el viejo significante “comunismo” pueda revivir con este propósito. Ahora está irremediablemente contaminado por terribles asociaciones, ligado para siempre a las pesadillas del siglo XX. Por el momento, nuestro deseo no tiene nombre, pero es real. Nuestro deseo es el futuro –un escape de los impasses de las llanuras de las interminables repeticiones del capital– y proviene del futuro –del futuro mismo en el que nuevas percepciones, deseos y cogniciones son una vez más posibles. Hasta el momento, sólo podemos vislumbrar este futuro en destellos. Pero nos corresponde a nosotros construir este futuro, incluso cuando (en otro nivel) ya nos está construyendo a nosotros: un nuevo tipo de agente colectivo, una nueva posibilidad de hablar en primera persona del plural. En algún momento de este proceso aparecerá el nombre de nuestro nuevo deseo y lo reconoceremos”.
Publicado originalmente en:
European, (20 May 2015), http://www.theeuropean-magazine.com/mark-fisher–2/8480-is-there-an-alternative-to-capitalism
Notas
[1] Francis Spufford, Red Plenty, (Faber and Faber, 2011), p. 4
[2] Michael Hardt, “The Common in Communism”, Rethinking Marxism, 22:3, 2010, pp. 346-356