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Kelly Reichardt se abona a la posmodernidad cinematográfica con The Mastermind. Su protagonista, la “mente maestra” a la que cínicamente hace referencia el título y que organiza un lamentable robo de obras de arte con resultados catastróficos, podría figurar en la galería de patéticos antihéroes de los hermanos Coen, como el mediocre vendedor de automóviles que planea el secuestro de su mujer en Fargo.
Con esta premisa argumental, Reichardt regresa a las pequeñas comunidades humanas que venía retratando en sus anteriores entregas, entre ellas las sugerentes Meek’s Cutoff o First Cow. En The Mastermind traslada la acción a un suburbio estadounidense de clase media de los años 70, con las protestas contra la guerra de Vietnam de telón de fondo.

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El lugar es tan anodino como sus propios habitantes. El día a día del protagonista se asemeja a los plomizos tonos grises y ocres de las imágenes. Incapaz de comunicarse con su familia o sus amigos, a la sombra de un padre juez e indiferente ante la convulsión política del país, el robo es una suerte de reivindicación de sí mismo y de su inútil diplomatura en arte en una sociedad que prima lo productivo.
El previsible fracaso de la operación le empuja a una huida desordenada y tan falta de sentido como su propia vida. The Mastermind se transforma entonces en una road movie existencial, jalonada por silencios, soledades e incomprensiones. Es en ese momento cuando el pastiche posmoderno aflora, a la estela de los trabajos de Todd Solondz o los citados Coen, y la película remite directamente a los cineastas setenteros y su voladura cinematográfica del mito del Sueño Americano que el propio Hollywood había contribuido decisivamente a construir. La sombra iconoclasta de Arthur Penn, Sidney Lumet, Robert Altman o Hal Ashby planea sobre todo el relato.

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The Mastermind es una película desasosegante porque certifica el final de una época y la incertidumbre ante el futuro. Las pequeñas y medianas ciudades que fueron la columna vertebral de Estados Unidos ahora son sitios de los que huir. Ya Peter Bogdanovich o John Schlesinger apuntaron en esa dirección hace más de cincuenta años en sus seminales The Last Picture Show o Cowboy de medianoche. El cine había glorificado el papel de esas comunidades en la colonización del territorio. Ahora tocaba filmar la crónica de su abandono. Es la lógica de los westerns pero a la inversa.
Pero Kelly Reichardt es una directora de este siglo XXI y es imposible sustraerse a una lectura contemporánea de su trabajo. La represión de las manifestaciones contra el conflicto vietnamita es asimilable a las imágenes actuales de detenciones masivas y arbitrarias. Ayer eran hippies; hoy son inmigrantes. Todo frente a la mirada bovina de un ciudadano promedio. El derrumbe, señala Reichardt, alcanza también a quienes permanecen indiferente ante él.

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El rostro de Josh O’Connor refleja el desconcierto y la incapacidad de conectar. Es un trasunto de Mersault, el extranjero camusiano. Curiosamente, O’Connor interpretó un papel muy similar en La quimera, de Alice Rohrwacher, una de las mejores películas europeas de las últimas décadas. Allí era también un ladrón de obras de arte, en ese caso de antigüedades, una suerte de Indiana Jones desencantado, y sus ojos traslucían la misma perplejidad que la “mente maestra” de The Mastermind. El británico no es un histrión de mil caras pero una sola expresión, sino un actor solvente con una sola cara pero infinitas expresiones.
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Mentekupa asiste como medio de comunicación invitado a la septuagésima edición de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, España, uno de los certámenes cinematográficos más veteranos y con más prestigio de Europa. Las crónicas que publicamos están escritas por nuestro enviado especial al festival.
 
					




