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Viaje a la Luna (Georges Méliès, 1902)

Alejandro Fierro Por Alejandro Fierro
13 octubre, 2025
en Cine, Columnistas MK, que grande era el cine
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Nunca más se podrá experimentar la fascinación de los primeros espectadores del cinematógrafo. Hace décadas que el ser humano nace rodeado de imágenes. El lenguaje cinético se asimila de forma casi instintiva desde los primeros meses de vida. Ya no hay público inocente. La capacidad de sorpresa dejó de existir.

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Solo se puede hacer un ejercicio de imaginación para siquiera atisbar lo que supusieron las primeras proyecciones de finales del siglo XIX y principios del XX. El asombro al ver a esas personas en sábanas y paredes encaladas que parecían reales debió de ser infinito. No está demostrado que la gente huyera despavorida al ver la llegada del tren en la filmación de los Lumiére. Pero que la leyenda fuera absolutamente creíble evidencia el impacto que tuvo el novedoso invento.

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El cinematógrafo se fue enriqueciendo a toda velocidad. Se despacharon cámaras a los cinco continentes. En un tiempo en el que la gran mayoría de la población nacía, vivía y moría en el mismo lugar, era milagroso poder ver países exóticos, ciudades desconocidas, culturas lejanas, animales salvajes… Otros se dedicaban a experimentar con transparencias, sobreexposiciones o montajes, acercando el cine al ilusionismo. Era auténtica magia ver como las personas en pantalla desaparecían para volver a aparecer, se multiplicaban, se empequeñecían o agrandaban, eran decapitadas pero la cabeza y el cuerpo se seguían moviendo…

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Algunos clarividentes intuyeron que se podían contar historias con aquellas imágenes en movimiento. Fue el gran salto que convirtió al cine en el mayor espectáculo del mundo. El recién nacido medio se transformó, en palabras del historiador Mark Cousins, en una gigantesca máquina de empatía. El público reía, lloraba, se enternecía o se enfadaba, se sorprendía y hasta se asustaba, se identificaba con esas personas –ya personajes- y sus aventuras y desventuras.

Georges Méliès fue uno de esos pioneros crearon de la nada. Propietario de un teatro en París y empresario de espectáculos de prestidigitación e ilusionismo y él mismo un consumado mago, quedó hechizado tras haber asistido en 1895 a una de las proyecciones de los Lumiére.

Méliès abrazó el cine con absoluta pasión. Fue director, actor y guionista, experimentó con efectos especiales, diseñó cámaras, construyó un estudio, fundó una productora, expandió su negocio a América y al resto de Europa, estableció incipientes acuerdos de distribución y exhibición… Incluso fue un adelantado en la lucha contra la piratería, organizando asociaciones de defensa de los derechos de autor.

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Disfrutó de un éxito mayúsculo. Rodó más de quinientas películas, que se veían en el mundo entero. Viaje a la Luna fue su mayor logro. Esta vez el espectador no era transportado a países remotos, sino directamente a la Luna, uno de los grandes anhelos del ser humano. El filme certificaba que todo era posible en el cinematógrafo.

Los doce minutos de Viaje a la Luna demuestran el grado de sofisticación alcanzado por el cine en muy pocos años, alimentado tanto por el fervor de esos pioneros como por ingentes toneladas de dinero: la rentabilidad evidenciada desde un primer momento animó a los inversores, permitiendo un desarrollo muy rápido tanto en infraestructuras como en avances tecnológicos. De hecho, el presupuesto de 10.000 francos para Viaje… era absolutamente astronómico.

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La película embarcó a aquellos primitivos espectadores en una aventura sin precedentes. La expedición de científicos –encabezada por el propio Méliès en labores de actor- llega hasta la Luna, lucha contra los selenitas, es capturada y llevada al palacio, consigue escapar en una huida trepidante, se precipita en el fondo del mar, es rescatada y regresa a París entre vítores de la multitud… Hay detalles marcados por la época: el cohete es en realidad una bala de cañón, porque no estaba extendido el concepto de la nave interestelar. Otras situaciones son proféticamente sorprendentes: se retorna en caída libre en el océano, como lo harían los módulos espaciales sesenta años más tarde.

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Viaje a la Luna emocionó y sigue emocionando porque atrapa la esencia del cine que es crear una ilusión de realidad. Ya desde sus albores, el público de cualquier país asumió el pacto tácito de que aquello que estaba viendo era real. Cómo no empatizar con esos sabios locos que se enfrentan a lo desconocido, cómo no asombrarse con la aparición de Febe, la diosa de la Luna, y Saturno, cómo no reírse de los sueños lúbricos de los expedicionarios, o emocionarse cuando saludan la aparición en la distancia de la Tierra, su hogar… Y para la posteridad quedó una de las imágenes más icónicas de la historia, esa Luna antropomórfica con el cohete incrustado en el ojo.

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Pero también desde sus comienzos la industria cinematográfica demostró ser un dios terrible que devora a sus hijos más devotos. La evolución era vertiginosa, como esos recién nacidos que crecen prácticamente de día a día, y Méliès quizás no pudo seguir el ritmo. El interés por sus películas comenzó a decrecer. Varias decisiones comerciales le condujeron a la bancarrota. La Primera Guerra Mundial precipitó su final como cineasta. Sus estudios fueron confiscados y utilizados como hospital y buena parte de sus películas se destruyó para fabricar con el celuloide los tacones de las botas militares. Más de la mitad de su obra se perdió para siempre. En descargo de los perpetradores de la catástrofe hay que admitir que en aquellos tiempos nadie pensaba que eso del cine fuera arte. Ni siquiera los propios autores.

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Georges Méliès terminó vendiendo chucherías y juguetes en un kiosco de la estación de Montparnasse, que era, según sus propias palabras, “una nevera en invierno y un horno en verano”. Junto a él estaba su compañera, Jeanne d’Alcy, protagonista de muchas de sus películas. Hacia el final de su vida, ya en la década de los 30, empezó a recibir el reconocimiento que su trayectoria merecía. Pero esto no alivió su pobreza, hasta el punto de declararle a un periodista que su mayor satisfacción era “no pasar un día sin pan y sin un techo”.Un siglo después, un cinéfago compulsivo como Martin Scorsese le rindió un emocionantísimo homenaje en la infravalorada y absolutamente recomendable Hugo, un tributo a aquellos aventureros que se atrevieron a dar forma a sus sueños y a ir siempre un paso más allá. Cada vez que una persona entra en una sala debería recordar que sin esos soñadores como Méliès no existiría el cine.

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