
Esta historia transcurre en un tramo de la avenida Francisco de Miranda de Caracas. Es un tramo que traza una larga y elegante curva. Justo bajo el cenit de la curva estaba la librería Multicolor que era propiedad de papá. Un lugar de recuerdos entrañables y de juegos. Un lugar deslumbrante, mágico, un paraíso en el que me perdía, me aislaba en sus pasillos entre estanterías altas como el techo, rodeado de libros que ojeaba sin descanso. Un refugio en el que me escondía al final de las vacaciones cuando un tropel de madres y padres desbordaban el local blandiendo las listas escolares de sus hijos. Sin embargo, lo que más recuerdo de aquellos días pasados en la librería eran los almuerzos comprados en algún restaurante de la zona y que devoraba junto a papá y los empleados sentados en círculo sobre cajas de cartón llenas de libros. Quién sabe, tal vez mi amor por los libros y por la comida me vienen de aquella época.
Allí, en ese lugar de mi infancia, me ocurrió algo perturbador. Hacía mucho tiempo ya que había dejado de ser aquel niño que corría entre los libros; que hartos del humo del cigarrillo, los pulmones de papá habían dicho basta; y que en lugar de aquella librería que me había hecho feliz se abría la flamante boca del Metro de Caracas. Cuando regresaba a casa solía subir a la superficie por la salida sur y tomar el metrobús, cuya parada estaba un poco más adelante, casi en frente del liceo El Libertador. Pero aquella vez del incidente, abstraído por quién sabe qué pensamientos, me dirigí a la salida norte. Cuando llegué a la superficie me encontré en una ciudad desconocida. El impacto me produjo un vahído. Mi cabeza comenzó a dar vueltas, el corazón a latir desbocado, me costaba respirar. ¿Cómo era posible? ¿Dónde estaba? Miraba a mi alrededor. Todo me era extraño. Era esa hora imprecisa y sagrada en la que la noche se impone imperceptiblemente al día. La vida cotidiana seguía su rumbo: las aceras estaban abarrotadas de gente que iba y venía, que hablaba, voceaba, se peleaba, se abrazaba. En las esquinas, puestos de perritos calientes rodeados de clientes hambrientos. Las ventanas de los edificios comenzaban a iluminarse. El tráfico era denso, inquieto y bullanguero: cornetas, frenazos y el sonido de los motores que aumentaba y disminuía espasmódicamente. Pero no sabía qué lugar era ese. Pensé que por alguna razón inexplicable o absurda había subido a la superficie de otra ciudad. Una ciudad lejana en la que nunca había estado. Como si hubiese atravesado un portal que me dejó en una realidad paralela. Caracas se había esfumado frente a mis ojos. Perdido en un mundo desconocido, y separado de mi ciudad por enormes distancias de espacio y tiempo, sentí una oleada de terror subir por el cuerpo hasta concentrarse en la cabeza. La aterradora extrañeza no duró más de un segundo, el tiempo que me tomó descubrir la parada del metrobús al otro lado de la avenida. Entonces comprendí el error. Como por arte de magia las piezas de ese rompecabezas diabólico se reacomodaron frente a mis ojos y de nuevo me encontré en la ciudad en la que había vivido toda la vida.
Tal vez por esas circunstancias, aunque en un principio no fui consciente de ello, durante mucho tiempo soñé con una avenida nocturna. Una elegante curva de ocho carriles. La avenida flotaba por encima de la ciudad. Un lugar aparte, aislado. Un refugio de la mente. Un sitio que era mío, pero que de alguna forma me estaba vedado. Se accedía por una rampa que era apenas un trazo en la oscuridad. Los edificios eran chatos y feos, los bajos ocupados por locales comerciales. Siempre era de noche en el sueño y la avenida se revelaba solitaria y silenciosa. Era un sueño recurrente. Los hechos cambiaban, pero la avenida era siempre la misma. En un sueño, entraba en una papelería (un triste remedo de la librería de papá) y en otro hacía la cola para entrar a un cine, por ejemplo. Pero la sensación de estar en un lugar que ya no me pertenecía, del que me habían expulsado, era siempre la misma. Pasaban los años, el sueño se repetía y la pregunta seguía rondando mi cabeza como un abejorro molesto que no termina de clavar el aguijón en su cara: ¿Qué lugar era ese?, ¿por qué ese sueño me visitaba tan a menudo?, ¿qué mensaje me traía de los confines de la memoria?

Un día, con total naturalidad, llegó la revelación. No sé muy bien cómo ocurrió, qué mecanismo de la memoria se puso en marcha o qué resorte saltó por los aires, pero al fin comprendí que la avenida del sueño era la avenida de la infancia y la misma avenida de aquella experiencia de pesadilla. El descubrimiento me sumió en una dulce melancolía.
Quizás por todo esto, muchos años después, lejos de mi país, atormentado por la nostalgia, escribí un cuento en el que un hombre confundía las salidas del metro y las escaleras mecánicas por las que ascendía, en lugar de dejarlo en la superficie, lo depositaban en el almacén repleto de libros de la librería de su padre. Reconocía el olor a cartón, las estanterías de metal, los textos escolares, los libros para colorear, los cuadernos y las misteriosas novelas que escondían palabras que contaban historias maravillosas que transcurrían en mundos desconocidos.
Volvía a recorrer sus pasillos con las manos extendidas para poder rozar con las yemas de sus dedos el lomo de los libros. Cada tanto se detenía, sacaba de su sitio alguno al azar y lo ojeaba con devoción. Se sentaba sobre una caja de cartón y observaba a su alrededor. ¿Era tal como la recordaba o el recuerdo la había pintado usando fragmentos de su imaginación? Ignoraba la respuesta, pero en todo caso no tuvo tiempo de responderla porque escuchó la voz de su padre que lo llamaba. Corrió hacia la parte delantera de la librería. Sentado en su escritorio, haciendo números con su calculadora mecánica, su padre le sonreía. Le preguntó si quería un raspado. Le dijo que comprara que luego él lo pagaba. Y fue corriendo ya con el sabor del raspado de colita haciéndole agua la boca. Abrió la puerta de vidrio y salió a la acera. La luz del sol lo recibió con un mazazo que lo cegó. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la nueva claridad. La luz se fue diluyendo en el aire y entonces pudo ver del otro lado de la avenida la boca sur del metro.
Allí, inmóvil en el medio de la acera, como una roca rodeada por aguas rabiosas, lo vapuleó la muchedumbre que caminaba con prisas y sin esperanzas. No quería hacerlo, pero después de todo qué más podía hacer si no darse la vuelta.Por un instante aún pudo ver la vidriera de la librería, el rótulo en letras rojas y negras que anunciaba LIBRERÍA MULTICOLOR (TEXTOS ESCOLARES) y al fondo, entre TEXTOS y ESCOLARES, la figura empequeñecida de su padre encorvado sobre la calculadora, disolviéndose tras la boca del metro que escupía un chorro anodino de carne sudorosa y desesperada que se dispersaba en la calle arrasada por el sol.