Nadie es mocho en el mundo. El palo que usted le tire a fulano, a quien sea, es porque usted está capacitado también para si aquel se lo tira, también quitárselo. Porque aquel tiene el derecho también a aflojarle su palo a boca e jarro, como se dice.
Ramón Ambrosio Aguilar
Maestro del juego de garrote
I
Ubicar al juego de garrote en el panorama de la cultura venezolana ha despertado en mí, como aprendiz y entusiasta de este arte de defensa personal venezolano, un abanico de preguntas que difícilmente puedan encontrar respuesta en un breve texto. Sin embargo, una de esas preguntas se me ha hecho más recurrente en los últimos tres años y esto quizás por ciertos procesos culturales que hemos estado (re)viviendo como sociedad, relacionados con nuestra identidad cultural y con las formas como esta ha sido y sigue siendo determinada por visiones centralistas de estado.
Los eventos suscitados recientemente, como la propuesta de patrimonialización del Tamunangue, o los Sones de Negros, ante la Unesco, al igual que la reciente inauguración de la Gran Misión Viva Venezuela Mi Patria Querida, por el ejecutivo nacional, me han llevado hoy a preguntarme más rigurosamente ¿dónde está el juego de garrote venezolano? Y no refiriéndome en específico a su ubicación geográfica, ni a sus procederes, quehaceres y sustentabilidades, pues bien sabemos que se arraigan en las personas de muchos maestros, maestras, jugadoras y jugadores que se encuentran al día de hoy dentro y fuera del estado Lara, y de Venezuela; sino cuál ha sido su lugar en el seno de la cultura y su imaginario.
Durante el senso anunciado por la Gran Misión Viva Venezuela (GMVV) en 2024, que convocó al gran universo de creadores de la cultura nacional venezolana, fue posible constatar que dentro del gran catálogo de oficios artísticos, saberes y manifestaciones presentes en la encuesta de registro, ninguna daba cabida al juego de garrote venezolano como saber o tradición, lo que hacía realmente difícil ubicar al jugador de garrote en una categoría en específico, o rango categorial, que correspondiera con su perfil. Esto no generó un problema más allá de pensar una estrategia particular para que todo jugador o jugadora que lo desease pudiera registrarse valiéndose del uso de alguna otra categoría, pero sí generó, en mí particularmente, la necesidad de comprender por qué nuestro juego de garrote es tan desconocido en los ámbitos de nuestra propia cultura popular hasta tal punto.
Para entrar en el rigor de esa pregunta es necesario empezar por reconocer la categoría, o más bien el perfil para nuestro arte tradicional. De allí que sea imposible soslayar las labores del maestro Eduardo Sanoja, quien en su libro Juego de Garrote Larense. El método venezolano de defensa personal (1984) ubica al juego de garrote venezolano entre los métodos y técnicas de defensa personal, específicamente en las formas americanas. Para Sanoja, los métodos de autodefensa americanos se encentran en dos grupos, los de origen europeo y los de origen imprecisos con raíces mestizas. Según su criterio, entre estos últimos se encuentran –entre otras– el tinku boliviano, rolo y machete de Bahía, La capoeira de Brasil, la pelea a cuchillo argentina –conocida como esgrima criolla–, el relancino colombiano, las formas dominicanas de machete y nuestro juego de garrote. En palabras de Sanoja:
Lo más curioso del juego de garrote dentro del contexto de la defensa personal occidental, es que prepara al individuo para defenderse con arma o sin ella; es decir, que sus técnicas guardan ciertos puntos coincidentes con algunas prácticas orientales. (p. 21)
La perspectiva de Sanoja resulta especialmente importante porque equipara el juego de garrote con las artes orientales en términos de uso y utilidad, la defensa. Posiblemente sea allí donde exista una primera evidencia de por qué nuestro juego es tan desconocido, ya que lo que hoy día (re)conocemos como cultura popular venezolana es un resabio intencionalmente depurado de lo que a principios del siglo XX eran expresiones particulares de la devoción de nuestras gentes, que si bien colindaban –como el caso de la «batalla del tamunangue» y el juego del garrote– con otro universo de manifestaciones culturales diversas, entre ellas las artes de defensa personal, no fueron en rigor portadoras de la esencia primordial de estas últimas; donde, además, la intervención del estado en los procesos de identidad nacional determina lo que hoy en día reconocemos como cultura y gran tradición. Por lo tanto, es posible considerar que en ese relato de identidad nacional no existió nada reconocido como método de defensa personal venezolano, por el contrario, la mayoría de las representaciones de la cultura venezolana estarían vinculadas a manifestaciones devocionales particulares; y no será sino hasta 1984, con trabajos como los de Eduardo Sanoja que empezamos a interesarnos muy tímidamente en la existencia de un método de defensa personal venezolano, su rescate y su divulgación.
Es importante entender entonces cómo se conforma la identidad nacional y cuáles fueron algunos de sus hitos, para finalmente tratar de comprender esta aparente ausencia del juego de garrote en el campo cultural. En el libro El estado festivo (2005) el antropólogo David M. Guss refiere algo que muchos teóricos ya consideran, y es que en la modernidad y la modernización de América Latina las formas tradicionales de la cultura “se reformulan en relaciones estructurales nuevas” (p.10). Guss afirma que en la modernidad la tradición se re-articula, y en el caso específico de Venezuela, las formas locales de tradición, arraigadas en la fervorocidad devocional, fueron incorporadas a una suerte de tradición centralizada que, aunque no despojó del todo a estas formas de su localidad y su carácter devocional, las incluyó en un relato mayor de nación que terminó por modificar sus formas, generando hibridaciones, desterritorializaciones y muchos otros fenómenos interesantes.
Para Guss, uno de los enfoques para abordar ese fenómeno de reestructuración de la cultura es el planteado por Nestor García Canclini. En su análisis, Canclini no pondera a la cultura popular por su originalidad o pertinencia, sino como un sistema de producción, dice Guss: “La lucidez del análisis de García Canclini reside en relegar la preocupación occidental por los asuntos de autenticidad y tradición, para preferir, en su lugar, observarlos como parte de un continuo intercambio de fuerzas políticas, económicas e históricas” (p.12). Es esta cultura como sistema donde colindan todo tipo de fuerzas, la que produce significados y relatos nacionales que se sostienen y transforman en el tiempo. Es notorio que en el relato particular de la identidad venezolana, de la cultura y la tradición como sus semillas, el juego de garrote resulta en una especie de daño colateral, pues en esa relación de producción de significados se imponen en la cultura lo que Guss llama –citando a Milton Singer– las figuras de la representación cultural, y se crea una estructura simbólica en la que el juego de garrote fue perdiendo espacio progresivamente.
II
“La representación cultural es una forma de relocalizar una práctica festiva en la realidad sociopolítica”, así la define Guss (p. 13). De esta breve definición inferimos que los procesos de representación cultural, ampliamente influenciados por el estado y responsables de la noción de identidad nacional de mediados del siglo XX venezolano en adelante, fueron y siguen siendo métodos para articular en el imaginario y la memoria del país valores y prácticas fundacionales. A la luz de otros estudiosos, Guss afirma que las representaciones culturales son eventos que, a pesar de estar fundados en la “realidad normativa cotidiana”, se separan de estas al ser dotados de marcos situacionales distintos. Para él, el valor más determinante de la representación cultural es su “habilidad de producir nuevos significados y relaciones” (p. 18) a partir de imaginarios locales preexistentes, y es precisamente este aspecto el más trascendental a la hora de observar el lugar de ciertas manifestaciones en la producción de significados identitarios en el panorama de la cultural nacional de mediados del siglo pasado.
Podemos puntualizar que antes del relato de la gran tradición actual existía en Venezuela una especie de tradición segmentada, regionalizada y de una alta carga devocional; o de carácter discreto, como es el caso particular del juego de garrote. Es decir, lo que se manifestaba se hacía netamente bajo la concepción de las poblaciones específicas sin la intervención del estado, capital privado o transnacional. A mediados del siglo XX estas manifestaciones entran en la mira del estado como productoras de nuevos imaginarios sociales posibles, y la naciente democracia de estado venezolana, luego de la dictadura gomecista, encuentra en esa tradición un factor de cohesión simbólica para un pueblo que ha de reconocerse nuevamente soberano. Para ello, se idearía una reconfiguración estética de la cultura que trasladase las formas culturales locales de la realidad cotidiana al espectáculo nacional a través de la representación, con la intención de producir en el imaginario social una idea cohesionada de identidad. Es en ese proceso de cohesión, y síntesis cultural estado-pueblo, que se (re)genera la gran mayoría de las estéticas culturales de hoy, y donde se ha amalgamado el carácter devocional primigenio con ciertos aportes estéticos producidos por el discurso gran nacional y otros factores. En el camino, muchos caracteres y aspectos de la localía de ciertas tradiciones han perdido y aún pierden arraigo en sus poblaciones, o han modificado paulatinamente sus identidades. En este proceso, el juego de garrote venezolano ha existido al margen del gran relato nacional y de la identidad arraigada en la cultura, pero ¿cómo?
De acuerdo con Guss, la representación cultural como reconfiguración de lo nacional posee ciertas características intrínsecas, entre ellas: promueve la excelencia técnica y el virtuosismo para representar un mundo alegre e inancansablemente optimista; se retracta de mencionar cualquiera de las realidades históricas y las reemplaza con la creación escenificada de un pasado mítico destemporalizado. Además, su estetización borra todo signo de conflicto, pobreza u opresión (Guss, 2005, p. 21). Al reflexionar sobre estos aspectos en torno al juego de garrote, no es casual que encontremos que este incumple con gran parte de la caracterización antes mencionada, pues, a pesar de ser un método de defensa personal eficiente y sumamente técnico en su filosofía y proceder, es reconocido por el común como apenas una manifestación danzaria inserta en el tamunangue, siendo que su técnica y virtuosismo particulares se pierden de vista en el tiempo. Tampoco resulta casual que su manifestación dentro del tamunangue, en la batalla, sea en la actualidad expresamente devocional y tienda a ser entendida como un espacio de no violencia, en el que la ejecución del juego ya no da cabida (en ciertas localidades) al choque de palos, ni a la muestra de habilidades individuales. Es decir, en contra de su naturaleza defensiva el juego ha sido despojado (en la batalla) de su carácter belico-defensivo y transportado a un estado tanto más optimista, pacífico o más bien neutral, como producto de una representación cultural moderna del “conflicto” –siempre pacífico y devocional– en el tamunangue; esto, incluso, como consecuencias del monopolio de la violencia por parte del estado. Al respecto, vale la pena recordar un pequeño pasaje de la novela El garrote y la máscara, de José Manuel Briceño Guerrero, que expone esta virada de sentidos:
A propósito de garrotes, siempre impresionó a Aníbal que la pelea fingida y ritual durante la procesión del Santo se llamara batalla, mientras que el combate de veras entre enemigos se llamara juego. Preguntó al maestro, y éste: Pregúntate a ti mismo, respondió secamente. (Briceño Guerrero, 2011)
Por otra parte, los jugadores de garrote han estado vinculados a ciertos estigmas sociales desde antes de la fundación de nuestra república. El arma, vinculada no solo a la población de esclavizados, sino también a muchos actos de escaramuzas, peleas y asesinatos desde entrado el siglo XVIII y XIX, fue caracterizada como prohibida, y los conocedores de sus artes estigmatizados o enaltecidos como héroes, peleadores, caudillos o leyendas, como son los casos puntuales de Ezequiel Zamora o el mismísimo maestro Clarencio Flores, por mencionar solo a un par emblemático. Esta realidad histórica fue desplaza del ideario de identidad nacional y ausenta al juego de garrote de las representaciones culturales en el nuevo estado, debido a la necesidad aquella de sobre-escribir nuestra “realidad histórica” con el pasado heroico y mítico que hoy todos conocemos.
Por último, al ser el jugador de garrote uno de los avatares históricos de la pobreza y la opresión del pueblo venezolano, mayor ha sido su condena a la periferia cultural del ideal de nación moderna, pues hablar del juego de garrote venezolano es sin duda hablar de un sujeto subalterno. Así lo muestran sus distintas representaciones literarias, salvo contadas excepciones, donde comúnmente se menciona al juego de garrote con términos como “danza homicida”, en Boves el Urogallo, de Francisco Herrera Luque; y a los jugadores como “consumados maestros de esgrima de garrote y machete” en Cumboto (1947) de Ramón Díaz Sánchez. También en imaginarios literarios de mediados del siglo XX, donde se vinculan regularmente a la escaramuza o la violencia, como por ejemplo, en novelas como Pobre negro (1937) de Rómulo Gallegos o Memorias de un venezolano en la decadencia de José Rafael Pocaterra (1947). Resulta importantísimo detallar que tanto las representaciones literarias del juego de garrote como el auge de la representación cultural como política de estado, en un hito de la cultura como fue la Fiesta de la Tradición en Venezuela, por ejemplo, coinciden cronológicamente. Esto nos permite pensar que es precisamente contra esa idea del jugador representada en la literatura y el cotidiano que reacciona la maquinaria cultural generadora de sentido de una época.
III
Otro de los hitos trascendentales de la cultura, a nuestro juicio determinante en la presencia del juego de garrote en la identidad cultural de hoy en Venezuela, fue El Festival Folklórico “Cantos y Danzas de Venezuela” de 1948, también conocido como La Fiesta de la Tradición. De entrada, ya su nombre enmarca lo que el ideario político-social de la época intentaba reconocer como referentes del folklore venezolano, que no dista mucho de lo que hoy en día reconocemos como cultura popular: la danza y la música principalmente. Esta fiesta fue el primer espacio de representación cultural donde se reconocieron entre sí manifestaciones que hasta el momento eran locales e ignoradas por gran parte de las poblaciones, en especial, la capitalina. Manifestaciones que a partir de este reconocimiento entran en el devenir de la gran cultura nacional con la idea de tradición y nación. Juan Liscano refiere a este festival como
… el primer acto de carácter oficial, con proyección nacional, efectuado por un gobierno venezolano, tendiente a procurar por la vida de nuestro Folklore (…) mediante el cual el pueblo de Venezuela y su Gobierno, procuraron consustanciarse, en las verdades de nuestra tradición. (p. 169)
De allí que resulte importante tratar de acercarnos al papel que tendrá el juego de garrote en la cultura venezolana, a partir de su primera representación en esa Fiesta de La Tradición, sobre todo en las formas de su referente cultural histórico más cercano, La batalla del tamunangue, y en función de aquellas “verdades de nuestra tradición”, referidas por Liscano, para comprender su particular proceso de difusión en la cultura y la identidad. Para ello, será clave tener en cuenta lo que también refiere este autor respecto a la fiesta cuando menciona que:
Con la finalidad de otorgar a la presentación de esas danzas un carácter que las tornasen asequibles a la mayoría del público urbano (…) se escogieron tan solo partes breves de los bailes, aspectos sustanciales del rito (…) Los conjuntos campesinos, traídos de distintos y remotos sitios del país, procedieron ellos mismos, a escoger las partes de las Danzas que a su juicio se ajustaran más al espectáculo. (p.171)
Podemos inferir en las palabras de Liscano, la concepción de esta fiesta de las tradiciones como un gran acto de representación cultural, donde se estructura la experiencia de la tradición en calidad de espectáculo. De allí que gran parte de las representaciones contasen con aportes estéticos específicos que posiblemente pasaron a ser adoptados como propios de las danzas por fenómeno de apropiación, dado el auge posterior de la cultura, como él mismo lo refiere:
Tal encuentro produjo un inmediato estímulo que se tradujo en una exaltación de las danzas, las cuales cobraron su mejor plenitud estética. Cada conjunto tenía el deseo de sobrepasar, en legítima lid, a los demás conjuntos, y hacer triunfar el prestigio de su región. Por otra parte, la puesta en contacto de diferentes tipos de expresiones coreográficas, dio lugar a intercambio de esencias culturales. Los conjuntos cuyas danzas parecíanse, tomaron los unos de los otros, perfeccionando su actuación, enriqueciendo su modalidad. No es otro que el proceso de la cultura: mestizaje de formas y de razas en procura de la síntesis perfecta. (p. 174)
Estos aspectos de apropiación e interpretación estética son cruciales para entender las formas de los rituales de nuestra cultura hoy en día. Para el juego de garrote en específico se hace necesario entender al tamunague a partir de la fiesta de la tradición. Al respecto, Juan Pablo Sojo en el capítulo “Selección de los conjuntos” del libro Cultura y Folklore da detalles sobre el conjunto seleccionado como representación del Tamunangue. Y refiere que:
Los integrantes del conjunto de tamunangueros larenses pasaban de 40, entre mujeres y hombres, flor y nata de los mejores bailadores, cantantes músicos de la región; sumándose a ellos, días después, la presencia del Sr. Baudilio Ortíz, el más hábil esgrimista de la batalla de todos los contornos donde existe la representación del tamunangue. La presencia de este popular ejecutante de la danza, dio un realce definitivo en las presentaciones del conjunto en las arenas del Nuevo Circo.
Sobre esto llaman la atención varias cosas. Primero, la notable superposición de la batalla sobre el Juego en el relato de la fiesta y posiblemente, por ende, en los anales de la cultura a partir de ella. También la ausencia del sintagma “juego de garrote” en el relato de Sojo, cuando menciona “la flor y nata” de los mejores “bailadores”, “cantantes” y “músicos”, muy a pesar de la reseña del maestro Baudilio Ortíz como responsable de la ejecución de la batalla y “esgrimista”; sobre todo, por ser este reconocido como un importante maestro de juego garrote y por la gran aceptación que tuvo su participación según señala. Lo último y más revelador, es la identificación de la ejecución del maestro como “una danza” a la par de su reconocimiento como esgrimista.
Todo esto nos da a entender, por la terminología usada por Sojo, que no existió un reconocimiento formal del juego de garrote como método de defensa fuera de su propia comunidad al momento de llevarse a cabo el festival. La ausencia del juego de garrote en la reseña así lo demuestra, y esto puede resultar lógico por la propia naturaleza esquiva del juego de garrote y el celo de los maestros a mostrarlo. Sin embargo, resulta curioso que ávidos folkloristas de la época hayan pasado por alto la distintiva notoriedad del Juego. Asimismo, la tendencia constante, y sostenida hasta nuestros días, de imponer la categoría de esgrima sobre el sintagma juego de garrote denota una posible descaracterización temprana consciente o inconsciente del juego por parte de la intelectualidad y en la representación cultural. A la luz de esta reflexión nos resulta un hecho que la única proyección nacional posible para el juego de garrote en el relato de la identidad nacional no encontró camino en los orígenes de la gran tradición, pues en el esquema de representación donde fue concebida no sería siquiera reseñado.
A esto podemos sumarle un sinnúmero de aspectos más que podrían haber afectado la presencia del juego de garrote venezolano como método de defensa personal reconocido por la gran tradición. Algunos de estos aspectos podrían ser también, la condición de discreción entre maestros y practicantes de la época (y posteriormente), o el carácter no devoto de los maestros que los llevó a participar cada vez menos en el Tamunangue, manteniendo al juego al margen de la manifestación y de la gran tradición en ciernes.
Sabemos que en el pasado fueron en su mayoría afamados maestros de juego de garrote los responsables de la ejecución de la batalla según códigos de las distintas formas de Juego. Entonces, ¿qué pudo haber ocurrido con el juego de garrote en la batalla? Pues para responder esta pregunta volveremos a Guss. En ese proceso de representación cultural, donde entra un gran número de manifestaciones, tanto el tamunangue como la batalla y el juego sufren una serie de cambios estructurales y simbólicos que determinan la contemporaneidad de sus expresiones. En su libro, Guss reconoce al tamunangue como la expresión “más rica y hermosa de Venezuela” (p. 190), que obtuvo una atención particular a partir de los años 40, según palabras de Francisco Tamayo. Reconoce esto no únicamente por su calidad y hermosura, sino por su discurso sobre la naturaleza venezolana. Dice: “Igualmente importante ha sido su habilidad de síntesis y proyección de un conjunto de valores que, entre otros, ha capturado la esencia de un ideal nacional nuevo” (p. 191). Para luego reconocerlo como una “metáfora de la creación de la nación venezolana”.
Podemos encontrar aquí el punto más álgido para nuestra reflexión, pues al ser el tamunangue instrumento para la proyección de los nuevos valores de lo nacional, es posible que en esa selección de valores, azarosa o no, los aportes propios del juego –junto a otros aspectos fundacionales– se hayan perdido, o hayan sido menospreciados, mal entendidos o desconocidos. Un ejemplo de estos posibles cambios de valores los arroja el propio Guss cuando se refiere al uso de la palabra tamunangue. Expone, por ejemplo, que:
La comunidad afro-venezolana es un grupo que ha comenzado a retar la mitología popular que rodea la difusión del tamunangue a lo largo y ancho de Venezuela en los últimos cincuenta años. Ellos cuestionan no solo su apropiación como baile nacional sino también como emblema de mestizaje, y se preguntan si su encubrimiento como símbolo de armonía racial no es otro ejemplo de erradicación de la cultura e identidad afro-amaricana (…) ellos señalan que el término tamunangue se introdujo con trabajo de Liscano e Isabel Aretz por los años cuarenta, y que antes la danza era conocida generalmente como «son de negro» o «baile de negro». (p. 194)
Es posible que exista entonces una curiosa cercanía en la sustitución de cierto argot en la cultura con la intención de invisibilizar valores contrarios a una idea de identidad. ¿Pudo existir una intención profunda en sustituir sintagmas como juego de garrote, negro, o sones de negros, por ejemplo, en crónicas o expresiones escritas de la cultura con la intención de caracterizar un imaginario particular? Pues creemos que es probable que ese cambio de carácter del tamunangue, ya reconocido en el tiempo, sea producto de la creación de un ideario nacional moderno de pueblo culto, creador, pacífico y mestizo bajo los valores de la representación cultural, es decir, de la cultura bajo la premisa de la excelencia técnica y el virtuosismo; de un pacifismo que representa un mundo alegre e inalcansablemente optimista; y un mestizaje que se retracta de mencionar las realidades históricas específicas y profundas y se escenifica en un pasado mítico destemporalizado que borra todo signo de conflicto, pobreza u opresión en una especie de higiene cultural.
Resulta clave entender entonces el grado de aceptación del término tamunangue en la cultura nacional. Guss refiere como fecha de instauración del término en año 1964. Con ella hubo mucho rechazo por parte de la comunidad. Sin embargo, al referir el porqué de la instauración del nombre nos dice:
Si la danza debía ser elevada al estatus de símbolo nacional, debería ser despojada de sus asociaciones históricas con un solo segmento de la población, particularmente cuando ese segmento estaba tan estrechamente ligado a una historia marginada y de opresión (…) tamunangue, por otro lado, no solo era más exótico y misterioso sino precisamente lo suficientemente significativo, no tenía ninguna de las asociaciones negativas con el sufrimiento negro y la pobreza…podría trasmitir las nociones de un mestizaje idealizado (pp. 196-197).
Transfigurar la esencia del tamunangue a favor del discurso civilizador fue posible gracias a la representación cultural que incide en su esencia devocional primigenia y lo transforma. Así, la exigencia del contexto histórico produjo cambios fundamentales que lo llevan a ser una representación ritual con ciertas influencias del espectáculo. Con incidencias no solo en su génesis y nombre, sino también en sus vestimentas y formas.
El juego de garrote, igualmente, aún más por no contar en principio con un valor devocional, y por ser parte importantísima en los procesos históricos de la guerra de independencia y federal, cuenta con una serie de características únicas que lo hacen propicio a la exclusión de las narrativas nacionales del progreso, del buen mestizaje y el civismo, dentro y fuera del tamunangue; dentro y fuera de los procesos identitarios. Podemos suponer que por esta razón la narrativa de la identidad nacional desconoce la existencia importantísima del juego para la historia bélica, por ejemplo; y, por lo tanto, ignora la existencia del juego de garrote como método de defensa personal.
Nuestro juego de garrote fue parte de la contracara del discurso civilizatorio, ese mismo que renegó el término «sones de negro»; pues el jugador, y así lo muestra el archivo histórico, ha encarnado valores antagónicos a ideal cívico. En lo que respecta a su papel en el tamunangue, fue/es cada vez menor su participación y reconocimiento en la escena de la batalla. Su ausencia en las actuales discusiones de patrimonialización del tamunangue, salvo contadas excepciones, es una muestra contundente de ello. Esto debido, en parte, y hay que admitirlo, a cierta disgregación de su comunidad y una especie de falta de reconocimiento del juego como fenómeno social, así también su crítica y su investigación.
La discusión resulta amplísima, pero podríamos adelantar como conclusión que el juego de garrote ha sido excluido del relato modernizador y civilizatorio que adoptó el estado nacional venezolano en sus políticas culturales de mediados del siglo XX, siendo igualmente desarraigado del relato de la cultura e identidad nacional en su nicho contenedor más cercano, el tamunangue, por la influencia de las resignificaciones propias de su representación cultural a partir de grandes hitos culturales nacionales como la fiesta de la tradición de 1948 en adelante. Asimismo por dinámicas intrínsecas del juego mismo, debido a rasgos característicos de su práctica como su carácter no devocional y la baja densidad de su comunidad de practicantes.
De allí que sea necesario, hoy más que nunca, la reflexión y contextualización del juego de garrote en los procesos de nuestra cultura. Así como dar cuenta de su naturaleza, sus métodos y su filosofía a la par de la reflexión y crítica de su propia historia. Esto asegurará no solo que se le otorgue el lugar que merece, de ser esto profundamente necesario, sino que garantizará que sus nociones y saberes sean registrados en el tiempo y que sea su propia comunidad, a la par de los factores de poder hegemónicos externos, la que garantice su presencia en la construcción de posibles identidades culturales nacionales venideras.
Referencias
Guss M., D (2005). El estado festivo. Raza, etnicidad y nacionalismo como representación cultural. Caracas: Consejo Nacional de Cultura.
Liscano, J. (1950). Folklore y Cultura. Caracas: Editorial Ávila Gráfica. Sanoja, E. (1984). Juego de garrote. El método venezolano de defensa personal. Caracas: Federación Naciona Cultura Popular.