Como si de un film noir se tratara, desde el 30J, nos encontramos en una huida acelerada, hacia adelante: como quien busca encontrar alguna brújula, algún ancla, alguna certeza posible más allá de los principios de realidad expresados por los bandos en pugna. Dije nos encontramos cuando, en realidad, quise decir Torres se encuentra. Y es que Torres, militante promedio de mil y una batallas burocráticas, no sabe muy bien qué hacer ni qué decir. Dentro de sí, repite diariamente el mismo mantra: Palestina/Israel; Rusia/Ukrania; Venezuela/EE.UU. Venezuela, con el gobierno actual, es la garantía del balance geopolítico mundial. Somos potencia mundial, poseemos las mayores reserva de petróleo en el mundo. Este gobierno debemos cuidarlo. Quienes protestaron el 29J son jóvenes del barrio pagados por la oposición para desestabilizar. Ningún pueblo heroico, solo lumpen rebuscándose la vida.
El mantra, que se repite en primia, tercia, sexta y nonas, le halla a Torres en una cafetería del este de la ciudad mientras lee el último bestseller de la FILVEN: Lucky. Antes del mantra, la angustia: ese glitch que expresa una duda, que cuestiona, que despliega un tipo de criticidad apelando a la memoria de las luchas y sus tradiciones. Entre conteos del uno al diez, pranayama y coaching ontológico, Torres logra sortear su posible destitución subjetiva: entre Maduro y María Corina, es mejor Maduro. Más vale bueno conocido que malo por conocer. No hay alternativa, frente al avance de la derecha, lo único que puede hacer la izquierda es resistir, sostenerse. Esto es lo posible para nosotros.
Frente a este cierre sobre sí mismo, que reprime lo real en las certezas de aquello que pudo haber sido y no fue, resiste Hernández. Rebuscando sobre las páginas de Venezuela: política y petróleo, realiza cábalas y paralelismos. Él también tiene su mantra: todo pasado fue mejor. Aunque genocidas, democráticos. La política de seguridad de la democracia representativa de la segunda mitad del siglo XX fue producto de los comunistas alzados pro-cubanos, se dice. Con cierto dejo de nostalgia mira alrededor y se imagina a sí mismo como un diplomático, tomando un té con los Kennedys o campaneando un martini con Rockefeller mientras negocia un terreno con potencial petrolero en las inmediaciones del estado Anzoátegui.
Sin embargo, dentro de las líneas de posibilidad de ambos escenarios, aquellos que se plantean como alternativa posible al contexto actual, se despliega un silencio espectral que intenta comunicar y no puede, no porque no existan equivalencias de palabras, sino porque estas ya no hacen sentido. Entre llantos, gritos y discursos legales, Pacheco intenta explicar frente al fiscal y al oficial de policía que sus hijos son menores de edad, que ejercían su derecho a la protesta y que poco tienen que ver con aquellos terroristas, mientras señala una marcha opositora reseñada por la TV en Las Mercedes. Un Hernández de espalda y un Torres que mira atentamente sin escuchar, unos cuantos dólares de por medio para evaluar un “qué se puede hacer”, un traslado a Tocuyito y una familia destruída.
Rodríguez, al que no les ajena la situación del país, vuelve sobre sus pasos. Se siente en un loop infinito, con un presente continuo como futuro, despierta día a día tratando de encontrar las líneas de fuga que rompan con la impotencia reflexiva del momento, tal y como el Phil Connors interpretado por Bill Murray en Groundhog Day. Tratando de articular nuevos discursos que coloquen lo reprimido en su lugar, se encuentra, constantemente, frente a sí, con el miedo.
No hay, pareciera, teología política posible. Por un lado, aquella idea proverbial de que quienes caminen por el valle de la muerte pueden depositar sus temores en la compañía de Dios, ya no existe. Por el otro, no hay en este miedo ninguna expresión ni principio de sabiduría. Sin institucionalidad estatal confiable y sin opciones políticas que permitan configurar cierta hegemonía, pareciéramos estar desnudos, por nuestra cuenta, habitando el vacío constitutivo y angustiante que configura toda existencia. Ni las mediaciones culturales, ni los imperativos categóricos dan cuenta de la existencia de un Otro que, por lo mínimo, nos permita ciertas garantías. Sin embargo, con una soledad común a cuestas, Rodríguez acompaña a familiares, redacta comunicados, intenta sortear los automatismos de la repetición y la tentación de refugiarse en las certezas de otrora.
¿Cuánto puede el miedo?, se pregunta Rodríguez rememorando ese viejo paisaje de la Ética spinoziana. ¿Cómo hacerle frente al síntoma junto a las fobias que de él se generan? Como en lo ominoso freudiano, hemos pasado del seguro de supervivencia a un efecto de repetición que anuncia la muerte. Y sin embargo allí, en ese miedo desnudo, pareciera emerger ese conatus que anuncia la posibilidad de una política otra. Como el ahogado que patalea hasta alcanzar la orilla, como el ahorcado que se balancea hasta romper la cuerda, resistimos. Con miedo, sí, pero con la certeza de que este no marca un límite para el despliegue de la potencia.
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