“El miedo es una vaina seria”, exclamó Torres, para sí mismo, mientras caminaba por un renovado pasillo ministerial, rodeado de pantallas en 4K y gigantografías diversas que le devolvían, como lo reprimido, las oraciones de su mantra. Frente al espejo, Torres desliza suavemente la hojilla sobre su rostro haciéndolo desaparecer con el vapor concentrado y jugando “¿ónde está bebé?”, mientras arroja, bien lejos, un ejemplar de la Constitución, emulando al niño de Freud en Más allá del principio del placer. Repasando la lista de amigos que ha desechado en el camino, se siente en el lado “correcto” de la historia. Y es que los DD. HH., las piedras que tiró y los camiones que alguna vez quemó, aparecen, ahora, corroídos, desvencijados, formando parte de un pasado que ya no anuncia posibilidades de futuro. Aun cuando el glitch, hace meses, no deja de proliferar y recombinarse, Torres ha desarrollado un escudo, una especie de “neurosis cínica” que encuentra, en las certezas geopolíticas y coyunturales, una compulsión a la repetición que resiste cualquier intento de problematización.
En las urbanizaciones del sureste de la ciudad, caminando por el bulevar, Hernández se ha dejado llevar por el centrifugado de la fuerza M. Aquel deseo de embajadas y cocteles espectrales se reensambló en la cotidianidad de los negocios, la próxima factura a cobrar, las clases diarias de yoga y algunos libros de emprendedorismo. Bajo la consigna “a mi negocio le conviene que el país permanezca tranquilo”, scrollea TikTok, le mira el culo a una jevita en licras y se acomoda el bulto para iniciar esos 30 minutos de jogging que le permitirán llegar a los cincuenta con la masa muscular intacta y la figura esbelta. Atrás quedaron las marchas, la franela blanca y las demandas al organismo electoral. Sustituidos por una camisa pulcra bajo un “fachaleco”, encuentra en las wallets y los commodities mecanismos para sostener esa nostalgia que se moviliza entre reuniones con amigos, discos de vinilo y tradicionales tascas caraqueñas del otrora “triángulo del este”. Sin embargo, noche por medio, Hernández despierta sobresaltado, transpirado y sin herramientas para lidiar con la “neurosis traumática” que le juega en contra en sus tiempos de vigilia: deditio in fidem.
Los oráculos del silencio no se sienten interpelados aun cuando, como en Isaías (21: 11), siguen llegando las voces desde Seír: “Centinela, ¿cuánto queda de la noche?” Así, Patrick Bateman (American Psycho) y Tom Edison, Jr. (Dogville) bailan la marsellesa ensamblando un thriller novedoso: un tablero de ajedrez geopolítico sin enano escondido bajo al autómata vestido de turco. Un tablero donde los sustos y las angustias se siguen movilizando en el registro de un miedo que encuentra en la normalización del cinismo la posibilidad de su victoria. Sin embargo, en este choque de gigantes con pies de barro siempre es posible encontrar un residuo, un resto: objetos inútiles y desechables. Si la existencia se define en la subjetividad política de los bandos en pugna, quienes estamos afuera (presos, defenestrados y críticos) no somos más que un glitch, un kippel, un no-ser que, como en las novela de Philip K. Dick, resiste y se reproduce para dar cuenta, siempre, de aquello que resta.