


Vértigo es la obra magna de Hitchcock. En los cincuenta, el maestro británico estaba en la cúspide de sus capacidades cinematográficas. En poco más de dos horas condensó todos los temas que jalonaban una extensa filmografía que en aquel momento se acercaba a los cincuenta títulos: las pasiones ocultas bajo la capa de urbanidad; los dobles juegos de identidad; las enfermedades mentales como síntomas de una sociedad disfuncional; la borrosa línea que separa el bien y el mal; la laxitud moral que presagia la posmodernidad; las zonas grises del comportamiento humano…
Pero si algo obsesionaba a Hitchcock era, precisamente, la obsesión en sí misma, ese afán por alguien o por algo que hace que una persona olvide cualquier atisbo de sentido común para deslizarse por una peligrosa espiral en la que solo importa la consecución de lo deseado. A ese vértigo hace referencia el título, más apropiado para la película que De entre los muertos, la novela de intriga del tándem Boileau-Narcejac en la que está basada.
La profundidad con la que se abordan estos temas, unida a una exuberante puesta en escena, convierte a Vértigo no solo en el mejor trabajo de Hitchcock, sino en una de las películas más importantes de la historia del cine. En su momento tuvo una tibia acogida. Demasiado rompedora. Hoy, el consenso es absoluto en cuanto a su importancia. La película abrió nuevamente la puerta a la modernidad en el cine, cerrada después de la década de los veinte por la hegemonía del clasicismo de Hollywood. Tras su estela llegaron en los siguientes años Truffaut con Los cuatrocientos golpes, Al final de la escapada, de Godard, o La aventura, de Antonioni.


El filme arranca con el encargo que recibe un expolicía para vigilar a una mujer con síntomas de perturbación psíquica. A partir de ahí se desarrolla una trama circular porque circulares son las obsesiones. Vigilante y vigilada recorrerán una y otra vez los mismos lugares. Al principio, bajo el paradigma del misterio: el público desconoce qué sucede con esa extraña mujer. Después, en caída libre al suspense: se desveló el enigma, pero no para el protagonista. De ese desequilibrio entre lo que sabe la audiencia pero no el personaje surge la tensión y, en última instancia, el pesimismo que invade la cinta.
La apuesta de Hitchcock fue arriesgada. Revelar lo que estaba ocurriendo cuando todavía quedaba la mitad de la película desafiaba las convenciones narrativas del viejo Hollywood. Pero un repaso a su filmografía demuestra que le interesaba más el cómo se llegó a una situación, y las consecuencias que de esta se derivan, que un simple ejercicio de averiguar quién es el culpable. Algunos sostienen que Vértigo sería mejor si la resolución del misterio se hubiera dejado para el final. Es una hipótesis de imposible comprobación, pero lo que sí se puede afirmar es que entonces no sería la película que Hitchcock quiso filmar.

El ritmo de la primera parte es deliberadamente pausado, al igual que las obsesiones necesitan su tiempo para asentarse en el alma y eclosionar después con toda virulencia. Hitchcock, muy poco amante de rodar en exteriores, se lanzó a las calles de San Francisco para escenificar un juego del gato y el ratón sin que quede muy claro quién es el uno y quién el otro. Lo único cierto es que las empinadas cuestas de la ciudad, recorridas siempre en sentido descendente, presagian la bajada a los infiernos.
En el segundo acto, las pulsiones se desencadenan y la velocidad del metraje también. La necrofilia se da la mano con la culpa y el ansia, con la necesidad de redención. Ya todo es turbio, como esa neblina de la que surge la recreación de lo perdido, quién sabe si murió, era un fantasma o simplemente el resultado de un retorcido plan. Todo conduce a un cierre del que no cabe decir si es feliz o infeliz, justo o injusto, liberador o condenatorio, sino tan desasosegante como la historia que acabamos de presenciar.

