La Universidad Santa María en Caracas ha venido desenvolviendo unos concurridos coloquios semanales sobre las más varias formas de la Cultura, entre las cuales incluye los llamados géneros literarios. De acuerdo con la destreza y dominio que se atribuye a determinado especialista en determinada rama de Humanismo, se le invita a hablar y discutir sobre su propio coto de caza, aunque acaso el ideal del buen cazador sería que se le permitiese disparar también su escopeta en el campo del vecino. A mí, particularmente, me hubiera sido grato lanzar mi puntería en el campo de la Historia, ya que son los problemas del hombre como ser historiante, los que por el momento me preocupan más. Pero debo contentarme con la clasificación y rótulo que se me dio, que es el de “ensayista”, y en torno de lo que se denomina “ensayo” apuntarán mis reflexiones.
En Venezuela adolecemos todavía de improvisación y pereza mental, y el rótulo que se coloque a la persona es una manera de eludir el problema de criticarlo y analizarlo, de saber efectivamente qué es lo que contiene y qué se puede deducir de su mensaje. A mí ya me pusieron el título de “ensayista”, lo que para muchas gentes que tengan la paciencia de leerme o la mayor paciencia de comprenderme, significaría que cada mañana que me siente junto a la máquina de escribir debo secretar un ensayo para no desmerecer de tan honrosa clasificación. El crítico o comentarista no supone que alguna vez me dé la gana de escribir un estudio histórico, un cuento o una novela o sencillamente un artículo polémico, porque también uno necesita descargar la bilis del alma y hasta romperse la cabeza y sangrar ante un problema menudo de los que no requieren tratarse en prosa platónica, sino conjurarlo con mandobles y guijarros. Parezco condenado a convertir en “ensayo” todo cuanto toco, aunque a veces aspiro a una más simple denominación de escritor que de acuerdo con lo que quiera hacer, elegirá la técnica adecuada. Como escribir es un oficio que sólo difiere de otros oficios en complejidad y en el repertorio de ideas e información que maneja cada escritor, conocería muy mal mi profesión si sólo pudiera dispararme en trance ensayístico. Es lo mismo que si a un ebanista la clientela sólo le pidiera lechos para matrimonio, y no sillas para sentarse, mesas para comer con los amigos o estante para guardar los libros. Y la mejor lección que puede dar un escritor a quien ya se le fue la juventud y marcha a la otoñal meditación desolada, es trabajar su instrumento expresivo con la misma exactitud y variedad configuradora con que el buen ebanista convierte su pedazo de madera en objeto hermoso y socialmente útil. En la obra del escritor para que las palabras sirvan y no queden enredadas como aserrín en la garlopa, hay que usar también escuadras e invisibles instrumentos de cálculo, porque hasta eso que los románticos desgreñados llamaban la inspiración sólo acude al espíritu fecundado por el estudio, la meditación, la congoja. Y así antes que el rótulo con que podemos circular por la vida, entrar o ser expulsados de la Historia literaria, importa saber cómo cumplimos nuestro oficio y si por falta de cultura, de originalidad o de medios expresivos, se quedaron en aprendices quienes a los veinte años tuvieron la pretensión de ser maestros. Más que el talento que se revela en determinada obra literaria, provoca aplaudir la problemática dificultad que le dio origen. Sólo con talento no se hubiera podido escribir “La montaña mágica” o los ensayos de Paul Valéry. Y lo importante de la literatura no es la facilidad con que pueda hacerse; aquella hedonista entrega a lo efímero con que triunfan pronto algunos escritores para ser olvidados después, sino la parte del problema, de humanidad angustiada o iluminada que nos ofrezca la obra. La posteridad edifica una especie de Purgatorio de la Literatura en que hasta los genios como Víctor Hugo deben pagar por miles de páginas que fueron sólo oratoria e incontinencia, y don Emilio Castelar se achicharra por haber pronunciado tantos discursos en que las palabras estaban colgando como bejucos, y a Zorrilla se le cobran sus versos fáciles y superficiales y a don José María de Pereda el convencionalismo de sus novelas. En cuanto a los demagogos del Arte, ésos jamás verán la beatitud eterna.
Un género literario para quienes ya no se satisfacen con las clasificaciones embalsamadas de la antigua preceptiva, no sólo se diferencia históricamente de otro por la técnica verbal que utilice, sino por la función que cumpla. Si la vida para el hombre es una especie de laberinto en que se debe tomar una decisión y aun ayudar a los otros a buscar las rutas de la conciencia, diríamos que en tres estructuras literarias fundamentales como Poesía, Novela y Ensayo se expresa una vivencia especial del Dédalo terrestre. El poeta con su virtud imaginífica, lo siente y expresa en emoción totalizadora; el poeta no discurre porque le basta sacar del fondo de sí propio el canto de dolor o esperanza que en él suscita el mundo; subjetiviza el Cosmos y parece devolverlo en el río de la Lírica. El novelista describe en juego de relaciones concretas y particularizadas, en hombres que se llaman Pedro, Juan y Diego —respondiendo cada cual por su nombre como decía el Catecismo— las consecuencias personales y aun colectivas que engendró el laberinto con su crónica de amores, lucha económica, crímenes y muerte. A veces —si es un gran novelista— ni siquiera resuelve el problema sino deja asidos los personajes a su insoluble angustia, como esas terribles almas de Dostoievski azotadas por la extrema intemperie. En semejante trance sólo Dios puede resolver una novela dostoievskiana. La novela se trueca en la forma moderna de la tragedia prometeica.
La función del ensayista —cuando lo es como Carlyle, Emerson, Santayana, Unamuno— parece conciliar la Poesía y la Filosofía, tiende un extraño puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos, previene un poco al hombre entre las cosas vueltas del laberinto y quiere ayudar a buscar el agujero de salida. No pretende como el filósofo ofrecer un sistema del mundo intemporalmente válido, sino procede de la situación o el conflicto inmediato. ¿Pero es que no participan de lo mismo para encontrar el mundo de las ideas o el mundo de la interioridad, Platón y San Agustín? Y esto explica a veces la falacia o artificialidad de los géneros literarios, pues tanto los “Diálogos” platónicos como las “Confesiones” agustinianas participan, simultáneamente, de la naturaleza de la Filosofía y del Ensayo. Es cierto que la mayor insistencia en lo concreto, la visión no sólo intelectual sino también plástica del Universo, marcarán una amable frontera entre el ensayista y el filósofo. Probablemente aquella tarde otoñal inglesa en que el físico Isaac Newton vio caer una manzana, el ensayista acaso se hubiera contentado con describir el hecho y dejar al buen Issac cargado de cavilaciones; tal se atrevería —si no fuese un anacronismo— a anunciar a la “Revista de Edimburgo” que algo y de suma importancia iba a acontecer en el conocimiento del mundo físico, mientras que el filósofo no hubiera abandonado a Newton hasta que no formulara en lengua clara y distinta las leyes de la atracción universal. Por este camino, diríamos, metafóricamente, que el ensayista escribe cuando ha caído a sus pies una manzana, y cuando con buen olfato de cazador y de poeta advierte que algo va a suceder o está sucediendo. El ensayista como Erasmo parece decir a la Iglesia romana: tengan cuidado que les puede salir Lutero, o como Carlyle a los liberales ingleses: no crean demasiado en la oferta y la demanda porque puede aparecer un vengador de la clase obrera. Quizá el ensayista no se atreva a convertir en leyes toda una serie de síntomas —como puede hacerlo el filósofo—, pero sí los perfilará o describirá. Y esta descripción, por otra parte, no es la del novelista, quien las resolvería en las relaciones entre Juan, Diego y María (pues no hay novela sin mujeres, y hasta en los relatos que se consideren más misóginos hay siempre una mujer escondida), sino la inscribirá en una experiencia que siendo muy personal aspira, también, a eso que se llama “realismo”.
Por su propia naturaleza el Ensayo se desarrolla de preferencia en épocas de crisis, cuando el hombre se siente más confundido y están crujiendo, amenazantes —antes de que emerjan otros— los valores de una vieja cultura. Platón, Luciano, San Agustín, fueron sucesivos testigos de diferentes crisis del alma antigua, vieron nacer o morir dioses, extraer claridad y certeza de la unánime turbulencia. De la misma manera el buen vecino bordelés Michel de Montaigne que no aspira a ser un héroe pero sí una persona iluminada, benévola y sensata, se adelanta a la Filosofía moderna y al futuro pensamiento iluminista, describiendo en sí mismo la suma confusión de la época. Está muy mal que los católicos maten a los hugonotes y los hugonotes a los católicos, pues ninguna religión debe ser exterminadora, es la muy sencilla verdad que deduce cuando al volver a casa, cargado de las trágicas noticias de la calle y sintiendo de nuevo las incómodas punzadas de su mal de piedra, reflexiona junto a su escritorio y relee a Tácito —quien vio carnicerías y violencias parecidas— para explicar a qué norma mejor del hombre puede aspirarse.
Considerado así el asunto, todos pudieran escribir ensayos porque todos han contemplado injusticias, pero aparte de que el campo del ensayo no es exclusivamente ético y ni el más vigoroso sindicato de ensayistas aspiraría a cambiar de pronto las múltiples torpezas y atropellos de la especie humana, el problema se transforma en el específico de la Literatura que es como las cosas se dicen. Muchos jóvenes se habrían perdido en las calles de Cartago, amado a las cortesanas, adorado a los falsos dioses y recibido después —como extraordinaria luz nocturna, como fuente de profunda interioridad— el mensaje de la nueva religión de Cristo, pero sólo San Agustín pudo escribir las “Confesiones”. Y del mismo modo entre todas las cartas y testimonios que debieron cruzarse de París a Burdeos durante las guerras religiosas de fines del siglo XVI, se salvan sobre todo las palabras del autor de los “Ensayos” no sólo porque enseñan tolerancia y justicia, sino porque están escritas en aquella lengua que el propio autor llama “suculenta y nerviosa, cortada y concisa, no tanto delicada y peinada como vehemente y brusca”; la lengua que señala la inconfundible personalidad de Montaigne como patrono de todos los ensayistas.
La fórmula del ensayo —¡qué sencillo parece esto al apuntarlo!— sería la de toda la Literatura: tener algo que decir; decirlo de modo que agite la conciencia y despierte la emoción de los otros hombres, y en lengua tan personal y propia, que ella se bautice a sí misma. Así hablamos de la prosa platónica, volteriana, cervantina, unamunesca. Lo demás es el confite suplementario de la retórica de que ni aun los mayores escritores prescinden del todo como para hacer más social, fácil y asimilable el efecto catártico y explosivo de las grandes ideas y lo auténtico y explosivo de las grandes ideas y los auténticos libros. También la Literatura como todo producto humano se pone una máscara que en nuestra edad puede ser una máscara de gases.
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Tomado de: Mariano Picón Salas. Viejos y nuevos mundos. Caracas: Biblioteca Ayacucho: 501-505. Selección, prólogo y cronología: Guillermo Sucre. Bibliografía: Rafael Ángel Rivas Dugarte (Col. Clásica, vol. 101).