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Retomar la escritura después de un tiempo es complicado, porque no es un proceso donde no se quiera escribir si no que es un camino en el que piensas que por más que tengas talento para esto, tu voz no es necesaria porque hay muchas personas haciendo lo mismo. Síndrome del impostor le dicen ahora. En este año y medio sin publicar acá, he pasado por una tormenta en la que mis pensamientos me decían que no valía la pena continuar con eso en lo que soy bueno, lo que me llena y le da un poco de sentido a mi existencia.
Pero luego vi, Better Man y no esperaba que me hiciera llorar. Tampoco que me reconociera en un chimpancé. Pero ahí estaba yo, frente a la biopic de Robbie Williams, viendo como un hombre al que crecí escuchando estaba atrapado en su propia leyenda, pero que encuentra entre luces y sombras, la forma más honesta de contar su historia: desnudándose emocionalmente sin decirlo todo con palabras, sino con símbolos. Y el más poderoso de ellos es, sin duda, esa criatura digital que con una mezcla de ternura, vergüenza y dolor, se convierte en espejo de su yo más herido.

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Un chimpancé. No como burla, ni como extravagancia, sino como símbolo perfecto de la autoimagen rota, de la disociación interna, de ese niño prodigio que fue moldeado, explotado, abandonado por su banda, por sus parejas, por sí mismo. Un mono que canta, que baila, que se esconde, que no quiere salir a escena. Ese mono, ese “otro yo” construido por CGI, logra una de las cosas más difíciles de representar en el cine: representar lo invisible. El ruido interno. La vergüenza de existir. La sensación constante de no estar a la altura, ni siquiera de uno mismo.
A diferencia de otros biopics que siguen una línea tradicional cronológica o que buscan enaltecer a sus protagonistas convirtiéndolos en personajes impolutos, Better Man escoge el camino más complejo: el de la introspección. Aquí no hay villanos externos, ni redenciones fáciles. El conflicto está en el cuerpo, en la cabeza, en el alma. Y el director, Michael Gracey, lejos de repetir los artificios de The Greatest Showman, nos entrega una obra que sabe cuándo mirar de cerca, cuándo bailar con la memoria y cuándo dejar que una imagen lo diga todo.

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Pero algo que me conmovió más que la audacia formal de la película, fue su manera de retratar las relaciones personales. En muchas biopics, los personajes secundarios están al servicio del protagonista: aparecen, lo ayudan, lo traicionan, se van. Aquí no. En Better Man, los vínculos no son herramientas narrativas, sino reflejos emocionales. La madre distante, el padre ausente, los amigos que se convierten en cómplices y luego en enemigos, las parejas que lo aman, pero no pueden con él, los compañeros de banda que se sienten traicionados: todos están dibujados con matices, con grietas, con humanidad. Y todos devuelven una imagen de Robbie que lo obliga a confrontarse. A verse.
La película entiende que uno no se construye en soledad. Que muchas veces, lo que más duele no es la caída, sino la mirada del otro cuando ya estamos en el suelo. Gracey filma esas relaciones con ternura, con distancia crítica, con dolor. Nunca juzga, nunca idealiza. Simplemente observa. Y eso, en un género acostumbrado al melodrama y la manipulación emocional, es un acto de respecto y es sumamente complicado de lograr.

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La dirección demuestra una madurez sorprendente. Michael Gracey nos presenta su película más intima, elegante, sin miedo al exceso pero sin perder nunca el foco emocional. Sabe cuándo dejar que una canción hable por sí sola, cuando interrumpir con una imagen que descoloca, y cuando cuándo mirar de frente al personaje y dejarlo temblar. La cámara no lo persigue, lo acompaña. Lo confronta. Lo abraza.
Y sí, visualmente la película es deslumbrante. Las coreografías, los mundos oníricos, los escenarios reconstruidos con una estética entre el videoclip y el cuento de hadas oscuro, todo eso está presente. Pero a diferencia de otras biopics, lo visual no está para impresionar, sino para revelar. Para darle forma a lo que no se puede decir con palabras. El CGI del chimpancé es, quizás, el ejemplo más radical de esta apuesta: lo que para algunos puede parecer un truco digital, para mí fue una puerta emocional. Porque me vi ahí. Porque entendí ese dolor. Porque muchas veces también me he sentido así: un impostor, un animal raro en el centro del escenario, tratando de no derrumbarme mientras todos aplauden.

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Better Man es una película que habla del caos, del éxito, del colapso mental, de la adicción, del amor y del abandono. Pero, sobre todo, habla de la aceptación. No como destino final, sino como herramienta de supervivencia. Aceptarse no como alguien perfecto, sino como alguien que merece vivir con todo lo que es: con los errores, con las contradicciones, con la oscuridad. Y solo desde ahí, como dice la película sin decirlo, uno puede empezar a tomar las riendas de su vida.