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Luchino Visconti, el más sofisticado de los directores italianos, era sin duda el más adecuado para llevar a la pantalla la novela de Lampedusa, hoy un clásico pero en aquel momento prácticamente recién publicada. Al igual que el Gatopardo –y que el propio Lampedusa-, Visconti pertenecía a la alta nobleza. Quizás por eso entendió de forma instintiva la elegía literaria de un mundo que desaparecía, arrollado por los nuevos tiempos.

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“Que todo cambie para que todo siga igual”. La célebre frase, que ha dado incluso nombre al gatopardismo, una forma de entender la política, no refleja exactamente el espíritu del libro ni de la película. En efecto, las clases altas deben adaptarse a los cambios para continuar manteniendo su poder. Así lo asume el Príncipe de Salina. Pero a la vez sabe que eso implica el sacrificio de toda una forma de entender la vida y la sociedad, encarnada por él mismo, que se evaporará para dejar paso a un orden distinto, al menos en las formas: más sórdido, o quizás más pragmático, sin la grandeza ni los oropeles de antaño, y no tanto basado en la autoridad moral como en la del dinero. Su sobrino Tancredi, tan maleable como para apoyar indistintamente a Garibaldi o a los realistas y sin ningún prejuicio para casarse con la hija de un plebeyo enriquecido, representa ese nuevo sistema. El joven puede parecer un cínico, pero el Príncipe sabe que en él radica la salvación de su estirpe y por ello maniobra para convertirlo en el heredero, aunque eso suponga su propia aniquilación.

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La clarividencia del Gatopardo le lleva indefectiblemente a la melancolía y Visconti trasladó de una forma asombrosa este sentimiento a la pantalla, con una puesta en escena arrebatadoramente lírica. La película se mueve entre dos grandes escenarios que trascienden el mero telón de fondo para influir decisivamente en el ethos individual y colectivo. Por un lado, los agrestes paisajes sicilianos, que el realizador fotografía a gran distancia, a la manera de John Ford, como enormes anfiteatros, testigos indiferentes de las preocupaciones humanas. Como contrapunto a la salvaje naturaleza de la isla, los lujosos palacios nobiliarios, cuyo esplendor no consigue disimular el apolillamiento de una vieja oligarquía a la que no le queda más que abonarse a la nostalgia, algo que ya el Príncipe, primus inter pares, intuye.


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Visconti fue inclemente a la hora de describir la decadencia de esa élite en la que él mismo nació y que creía sinceramente que estaba llamada a liderar el progreso social. Nunca les perdonó el apoyo a Mussolini. En su afiliación al Partido Comunista pesó la convicción de que era la única organización que se oponía abiertamente al fascismo. Artista sutil, evitó darle un tono panfletario a la película y optó por una denuncia silente, pero quizás más efectiva. Mientras la nobleza se divierte o se enfanga en sus inanes tragedias cotidianas, las clases populares aparecen siempre trabajando: en el campo, en las haciendas, en las mansiones… El contraste es evidente. De la debacle tan solo se libra el Gatopardo, por el que Visconti siente una indisimulada fascinación, demostrando también que el desclasamiento completo es imposible y que el origen de cuna, sea alto o bajo, marca de por vida.La película es inimaginable sin la presencia de Burt Lancaster. Entrado en la cincuentena, sacó registros hasta el momento desconocidos en su trayectoria para conferirle al personaje la majestuosidad que irradiaba ya desde las páginas escritas por Lampedusa. Desde entonces, Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, tiene sus facciones y su apostura. Quizás por eso nadie se ha atrevido a volver a adaptar la novela para la gran pantalla (aunque sí se ha hecho una serie en este año 2025). Su actuación en el último tramo del filme –los cuarenta y cinco minutos del impresionante baile final, una de las escenas más importantes que se hayan rodado nunca- es un despliegue de emociones en el que combina, con una autenticidad asombrosa, el pesimismo de alguien que sabe que le toca la retirada vital y la presencia insoslayable de quien aún sigue dirigiendo ese microcosmos humano que está a punto de estallar. Desde un lugar muy diferente y también de la mano de otro grande del cine europeo, el francés Luis Malle, Burt Lancaster volvería a alcanzar esa cima interpretativa en la piel de otro perdedor, el jugador fracasado y crepuscular de Atlantic City.


Esta película es el perfecto ejemplo de excelencia a la hora de hacer cine. Me emociono cada vez que la veo.
Luchino Visconti retrat la decadencia de un época al igual que lo hizo en La caída de los dioses.