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Si el cine es una “gigantesca máquina de empatía”, como lo definió el historiador Mark Cousins, Caravana de mujeres sería uno de sus máximos ejemplos. Durante dos horas, el público sufre, ríe, llora, se emociona y se angustia con estas pioneras que emprenden una peligrosa travesía hacia el Oeste en busca de una vida mejor, atendiendo la llamada de un asentamiento de colonos que buscan esposas.


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Caravana… fue un western atípico en su tiempo. En primer lugar, por ser una película coral, sin un protagonista definido, a lo que hay que sumar que era una historia de mujeres, algo poco habitual en el Hollywood clásico, mucho menos en un género tan singularmente masculino como el western. En teoría, el personaje principal es el líder de la expedición, encarnado por Robert Taylor, cuyo nombre, canónicamente, encabeza los títulos de crédito. Sin embargo, a medida que avanza el metraje el foco de atención se desplaza hacia ellas. Sus peripecias son mucho más interesantes que el romance convencional de un Taylor cuarentón que ya no resultaba tan creíble como galán (aunque en su descargo hay que decir que funciona muy bien en el registro cómico de las escenas con su ayudante japonés).


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Aunque funcionó razonablemente bien en taquilla, el filme no fue especialmente apreciado en su momento. Anunciado erróneamente como un western clásico, la crítica le dio la espalda en una época en la que se empezaban a demandar productos más duros, acordes con el cinismo posmoderno que se alumbraba después del apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial. La miopía fue absoluta: Caravana de mujeres planteaba temas y situaciones censurados en décadas anteriores: prostitución, violaciones, embarazos fuera del matrimonio, muertes de una extrema crudeza, incluso insinuaciones de homosexualidad femenina… Solo las continuas emisiones en televisión corrigieron el error y le dieron el estatus del que ahora disfruta.


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William A. Wellman dirigió con mano firme un guion que entrañaba más riesgos de lo que a primera vista pudiera parecer. Wellman es uno de los directores más infravalorados del viejo Hollywood, a pesar de despachar títulos tan incontestables como Wings –primer Oscar a una película, aun en tiempos del mudo–, El enemigo público, Incidente en Ox-Bow, Beau Geste o la primera versión de Ha nacido una estrella. Con trazo expresionista, le bastan unas pinceladas para dibujar a cada personaje con la suficiente nitidez como para que no quede desleído en la multitud de argumentos que se entrecruzan. Filma las escenas grupales con las actrices en plano fijo, situadas en la composición como si de un cuadro de Norman Rockwell se tratara. Ya había afilado esta técnica en Incidente en Ox-Bow, aunque en esa ocasión el estilo remite más a las pinturas negras de Goya, deformando los rostros y bañándolos en claroscuros: la dureza de ese arrebatado alegato contra los linchamientos, se lo permitió.


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En otras secuencias abre la lente de la cámara al máximo para abarcar unos paisajes tan amenazantes en su grandiosidad que reflejan la imposibilidad de que la caravana pueda llegar a su destino. Hay momentos casi surrealistas, fellinianos, como cuando las mujeres tienen que desprenderse de muebles y maletas para que las carretas no se hundan en las arenas del desierto. Y la emoción traspasa el celuloide en ese ejercicio de solidaridad que es el nacimiento de un niño durante el viaje.
Como en los grandes relatos de viajes, los personajes crecen en el trayecto. Estas mujeres, heroínas desde lo colectivo (frente al héroe individualista que siempre privilegió Hollywood), toman conciencia de sí mismas, de sus capacidades y de sus fortalezas. Por el camino irán quedando fantasías y quimeras, lo que no significa que renuncien a sus sueños. Solo que ahora saben cuál es el precio de los mismos.


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(PD: en 1985, en una aldea recóndita del Pirineo español azotada por la emigración, sobre todo de mujeres, un grupo de hombres solteros pasaba la tarde en el único bar que quedaba abierto, en cuyo televisor se emitía Caravana de mujeres. La película les dio la idea de lanzar una convocatoria para buscar pareja. Fue un éxito: recibieron más de mil solicitudes. Medios de todo el mundo cubrieron la llegada de las mujeres. La iniciativa fue replicada en otros lugares amenazados por la despoblación. En 1999, la directora Iciar Bollaín se basó en esta experiencia para su segundo largometraje, Flores de otro mundo. Como en tantas ocasiones, la vida imita al cine, el cine imita a la vida y así sucesivamente en una rueda infinita sin que se sepa dónde está el comienzo y cuál será el final).