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La sonrojante decadencia de la franquicia no hace más que enaltecer la película con la que comenzó todo. La primera entrega de Rocky es un robusto exponente del cine de los setenta, ese que sacó las cámaras a la calle para mostrar de forma descarnada la otra cara del sueño americano, la de los perdedores que habitaban el lado oscuro de la ciudad, sin más horizonte que las cuatro paredes de destartalados apartamentos y un sucio callejón atravesado por el ruido de un omnipresente tren de cercanías.

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Un entonces desconocido Stallone ofreció el guion, de su propia autoría, a las principales productoras. Todas lo rechazaron. Finalmente, el proyecto salió delante de forma independiente, lo que sentó estupendamente a la película e iba en consonancia con el espíritu francotirador de la época. El personaje del boxeador medio sonado, aspirante a nada, de pocas luces y con una rabia contra el mundo y contra sí mismo que a duras penas puede controlar estaba directamente emparentado con antihéroes coetáneos como los buscavidas de Cowboy de medianoche, los patéticos atracadores de Tarde de perros o el desquiciado Travis Bickler de Taxi Driver. Y más atrás en el tiempo, su referente directo es el Marlon Brando en On The Waterfront, otro púgil acabado, imposibilitado emocionalmente y malviviendo como matón de poca monta.

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Aunque todo el crédito se terminaría otorgando a Stallone, este primigenio Rocky no habría sido posible sin John G. Avildsen. Curtido a la sombra de gigantes como Otto Preminger y Arthur Penn y con un rocoso ejemplo del nuevo cine de Hollywood como fue Joe ya en su haber, Avildsen recondujo una historia que podía haber descarrilado en los tópicos de un tema abordado hasta el infinito. De forma sorprendente, lo hizo evitando lo obvio: el boxeo raramente ocupa el primer plano. No hay más que una breve pelea al principio y el duelo final. En total, los combates no llegan a los quince minutos de las dos horas de metraje.

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Y es que en Rocky el boxeo es una excusa para radiografiar los ecosistemas urbanos de miseria y marginación. No hay nada de glamour en esta película. Todos sus personajes son juguetes tan desvencijados como el barrio que habitan. La frustración y la soledad conviven codo con codo con unos hombres y mujeres incapaces de gestionar sus conflictos de forma racional. Castrados mentalmente, se relacionan entre sí de forma hosca, incluso violenta. Ni siquiera se conserva una mínima solidaridad de clase: nadie hace nada por nadie si no hay unos dólares por medio.

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Los rostros familiares que los siguientes episodios de la saga edulcorarían hasta el empalago, aquí son seres de dudosa ética. Paulie, que en la serie acabará siendo el contrapunto cómico, es en el original un maltratador alcoholizado que sublima sus fracasos esclavizando a su hermana. El entrenador, Mickey, es un resentido que culpa a todos menos a sí mismo de haber terminado sus días en un gimnasio de mala muerte. Ambos se lanzarán como hienas sobre Rocky cuando olisquean que pueden llevarse parte del pastel. El propio boxeador tampoco es ningún ejemplo: ejerce de gorila de un prestamista local, amenazando a los morosos que no pagan a tiempo. Balbucea constantemente y en una cita con una chica solo sabe hablar de sí mismo.


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La película conecta con el zeitgest de su época. Estados Unidos se encontraba en una profundísima crisis no sólo económica, sino también moral. Vietnam despachaba diariamente centenares de ataúdes envueltos en la bandera norteamericana, mientras Nixon dimitía por perjuro y mentiroso. Las ciudades se hundían en unos índices de criminalidad aterradores y en toneladas de basura cuya recogida no podían acometer unos ayuntamientos que se encontraban en bancarrota. El cinismo se apoderaba del país. La propuesta que se le hace al anónimo Rocky de disputar el título de los pesos pesados para celebrar el bicentenario de la independencia es un retorcimiento publicitario del estereotipo de Estados Unidos como la tierra de oportunidades.

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Hay algo perturbador en el filme, visto casi medio siglo después. Quienes han sido arrojados al vacío, después de haber sido la columna vertebral del país, son los hombres blancos, quienes no entienden los nuevos tiempos y ven enemigos por todas partes. Ahora son los negros los que mueven los hilos desde despachos enmoquetados, con sus chillones trajes de seda de pésimo gusto, bebiendo whisky de marca y caricaturizando los símbolos más sagrados, desde George Washington hasta la Estatua de la Libertad. La analogía cinematográfica remite a la infame escena del Capitolio, abiertamente racista, de El nacimiento de una nación, en la que Griffith caricaturizó como patanes a unos hipotéticos congresistas afromericanos. Rocky sería el elegido para redimir a los white trash y devolverlos al lugar que creen que les pertenece. Hoy, el barrio de Rocky votaría masivamente por Trump…

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(P.S: la jugada se repitió seis años después con First Blood. La película que sería el germen de Rambo no tiene nada que ver con las rancias apologías tetosterónicas posteriores. Stallone vuelve a clavar a un tarado emocional, despreciado en su propio país. El veterano de Vietnam John Rambo y el púgil fracasado Rocky Balboa están igual de sonados por los golpes que les ha propinado la vida. Con la deriva de ambas sagas, es muy difícil convencer a un amante del cine de que ambas merecen una revisión. Y en paralelo, quienes disfrutan sin mayores preocupaciones de las ensaladas de golpes, puñetazos, tiros y explosiones que vinieron después, se aburren sobremanera con las entregas iniciales. Incluso en la actualidad a muchos les cuesta creer que Rocky ganó el Oscar a la mejor película, en una década en la que las estatuillas sí que significaban algo, basta ver la nómina de títulos galardonados: Patton, The French Conection, Cabaret, El golpe, El Padrino I y II, Alguien voló sobre el nido del cuco, Annie Hall, El cazador o Kramer contra Kramer…).

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Interesante comentario. Para mí es una película que motiva a superarse, a vencer,. Y a esto acompaña la banda musical excepcionalmente compuesta para la película. Saludos desde Bolivia.