Se detuvo, simplemente, en la confluencia de dos principales arterias de la ciudad y comenzó a leer para siempre el grueso diario, o a mirar las nubes. El narrador de este definitivo suceso dice simplemente porque pese a las muy importantes consecuencias del acto realizado por el peatón, lo ejecutó con la sencillez algo muriente de, digamos, una caja de música que agota su cuerda. Repito: llegó a la esquina, arrojó –según imagino– de golpe gritos, voces, dolores, prisa, confusión, náusea, silbidos. mareo, dijo por dentro “mierda”, cesó de andar, quedó parado en la acera, más bien cerca de la pared de los edificios que de la calzada e inició su largalenta lectura del periódico o su paseo por las nubes. Pero no, ese día no había nubes e incluso por entre el monóxido se adentraban lo que un bello poeta antiguo hubiera llamado “dedos de la brisa oliendo a claveles”. O a otra cosa, pero distinta de la grasa de los automóviles o del polvillo impalpable del cemento, muy distinta.
Al principio no resultaba notable ni de nadie excitó la curiosidad, acaso al llegar la noche los policías se preguntaran qué pretendía aquel respetable y estático ciudadano que leía o contemplaba el cielo ya oscuro en la e quina de las dos iluminadas calles, pero como las garantías no estaban suspendidas e incluso iba bien (mas o menos bien) vestido, si se acercaron a él para investigar. Además no hacía nada, nada, sino estar, sólo estar. Luego sí, luego comenzó la aventura que no volverá a repetirse. Jamás. Otro –sudoroso, hastiado, nervioso, angustiado, sufriente, anhelante, atropellado-llegó hasta él, lo miró, sonrió con inefable sonrisa de ciego que ve, inspiró profundamente y diciendo ¡ya está bien! quedó a su vez inmóvil cerca, muy cerca a unos centímetros del primero, leyendo o contemplando mudo el firmamento. Todo esto llegue a saberlo por lo que alguien tuvo tiempo de contar, aunque es muy posible que el suceso comenzara de otra manera, ya que no hay datos precisos sobre él y si los hubiera hoy sería imposible conocerlos. El que dicen que oyó decir esta versión también ha muerto en nuestra silenciosa hecatombe sin dioses, las emisoras no funcionan, los periódicos no existen ni la televisión ni el cine, y las llamadas telefónicas del exterior, sonando a cada momento que transcurre menos insistentes y más lamentables en alejadas calles, quedan sin ser contestadas.
El tráfico no había disminuido todavía. El “ya está bien, basta” o alguna frase similar en su contenido, había sido pronunciado por unos cuantos peatones más que al detener su vida nauseabunda en la acera sombreada adonde sorprendentemente llegaba el olor a claveles, formaban una aglomeración regular que no entorpecía por cierto el paso de la corriente humana dirigida a sus trabajos cotidianos. Pronto el grupo aumentó sus componentes. Llegaban cansados, sudorosos, oídos-zumbantes, sobrecogidos de cruzar calles amenazadoras, veían allí a los otros leyendo sus materiales de abandono o contemplando un color, el del cielo, añil, de nombre ya olvidado, reflexionaban o acaso quedaban hipnotizados en forma inexplicable, sonreían como Santa Teresa en éxtasis, aleteaba un instante indecisa su respiración e indefectiblemente tras una inspiración profunda, de tierra, se incluían en el grupo de parados luego de musitar la frase que sonaba como infinito suspiro de alegre moribundo.
Ocupaban ya toda una acera entre dos calles transversales. Fue cuando me enteré, como jefe supremo de las policías unidas. Pero, ¿qué podía hacer yo? Tiene que haber –tenía que haber, hoy ya nada de esto es válido– un mínimo de razón, por aparencial que fuese, para poder intervenir. En efecto no entorpecían el tráfico, ni gritaban consignas, ni ensuciaban el suelo, ni impedían ver las vitrinas a los, por otra parte, cada vez más escaso viandantes que se atrevían a circular, ya que según me dijeron en aquel entonces mis subalternos no dejaba de ser impresionante y hasta atemorizador ver tantas personas silenciosas juntas, silenciosas e inermes, no activas, sino pasivas, que estaban, que respiraban pero no hablaban, que no dirigían sus ojos sino a sus periódicos o tal vez hacia dentro de ello aunque miraran a lo alto, no se sabe, porque nada es seguro ni se tienen datos y los que hay no pueden ser usados ni vistos ni leídos, porque la ciudad está paralizada y no transitoriamente, lo sé, sino para siempre. Retomando el hilo del asunto: recurrimos a pedir su documentación. Era ilegal, desde luego, puesto que nada hacían que pudiera considerarse punible, aunque a veces nos había dado resultado, pero no en esta ocasión: cada uno y todos ellos tenían su número, un número en su tarjeta. Pero además desistimos de la medida por causa de que varios de los policías que intentaron la gestión quedaron atrapados en la inmovilidad a la que se daban con el ya atormentador suspiro de liberación, y se incorporaban al grupo. No, no ya grupo: multitud.
Las centrales de policía de los barrios dejaron de recibir llamadas de parientes indagando el paradero de miembros del núcleo familiar: iban de una vez adonde se realizaba el extraño suceso silencioso, y ocurría Que al verse –los amigos, los amantes, la esposa al esposo, el hijo a la madre o el padre a la hija– dejaban de transpirar –los que llegaban, los apresurados, los traficantes de sus energías– y contemplaban cariñosamente al hasta el momento desaparecido deudo, se daban un abrazo sin palabras o se sonreían con cierta dulzura y se quedaban ya para siempre allí.
La multitud se extendía. Sí, circulaban carros y camiones, aunque ya comenzaban a evitar esa parte central de la ciudad, no porque no hubiera sitio para pasar, sino porque una especie de vaho inmaterial amenazante para cada uno en sí mismo se elevaba de aquellos lugares, de la multitud silenciosa, de la multitud que respiraba profundamente, inmóvil, al unísono. Escribo que sí, que seguían pasando vehículos y peatones, pero cada vez menos, y recíprocamente más espacio era invadido, por decirlo de alguna manera, puesto que no era ninguna invasión, es decir activa, sino inerte, fatal. Hubo un momento en que fue imprescindible saber por lo menos la magnitud del suceso. Tomamos un helicóptero: aún había como cien pilotos para elegir. Sobrevolamos la zona. Temblé. Nadie se movió. Desde el aire era impresionante. Algunas veces he visto al microscopio la coagulación de la sangre: era lo mismo. La ciudad se movía vertiginosamente en su periferia, la apasionada quietud se incrementaba del centro hacia los extremos. Sí, la ciudad se coagulaba: los cuerpos individuales, muy activos al exterior, se dirigían apresuradamente hacia el corazón del plano, y conforme llegaban a lo que había sido un pequeño grupo estático, ahora ya ocupando décuple extensión, detenían su ritmo y se inmovilizaban. Parecía ocurrir en intensidad geométricamente proporcional al tiempo que transcurría: se aceleraba el proceso. Durante la hora que sobrevolamos la ciudad el fenómeno adquirió características alarmantes.
Asustaban los datos estadísticos proporcionados en la reunión oficial que en seguida tuvimos, tanto más cuanto que estábamos seguros de que en el breve tiempo empleado para enunciarlos podían estar duplicado su valor. Yo decía que el 25 % de los automóviles había dejado de circular, y sabía que mientras tanto, en los tres segundos empleados en decirlo, ese veinticinco era ya un veintiséis por ciento, y que en el tiempo en que pensaba que el veinticinco se había convertido en el veintiséis, ya el porcentaje alcanzaba el veintiocho por ciento, y así inexorable y sucesivamente.
Se alzaron voces enérgicas. Expusieron sus motivos. La federación de entidades económicas, la asociación de consejos bancarios, las cámaras de promotores de la construcción, los ministros del gabinete-alguno de los cuales por cierto contaba ya bajas entre sus pariente menos country – y el mismo presidente de las agrupaciones políticas, aunadas esta vez desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, estuvieron decididos y conformes en pedir medidas enérgicas. Pero cuáles, dije yo. Comenzaba a odiar a los manifestantes. ¿Manifestantes de qué? Dejémonos de vainas, dijo un consejero bancario. Planteemos las cosas como son. La producción ha descendido, el comercio ha descendido, el valor del terreno ha descendido, el de las construcciones ha descendido, las acciones suntuarias han descendido, las importaciones han descendido, las exportaciones han descendido, las ventas de automóviles han descendido, nos vamos al carajo. ¿Y qué? Por supuesto, hay que conminarlos a que regresen a su trabajo, a su trabajo productivo. ¿Y cómo? La policía, conminar y obligar y si no bombas lacrimógenas, la democracia y demás. Al orden a través de la energía, energía y orden. ¿Más orden? Está bien, los odio, voy a deshacerlos si no se reintegran a sus fábricas. Pero no piden nada, simplemente eso, nada, se detienen, han detenido sus maquinarias, ya no más, han dicho. ¿Bombas y disparos? Bien, bombas y disparos: atención firmes en posición de matar, firmes carguen conminen y obliguen a circular. No circulan. Adelante. ¿Cuántas calles, radiopatrullas, jaulas, fusiles, bombas y espaldas que sucumben? Altavoces. Muévanse, de orden del presidente, de los supremos, del orden mayúsculo, de Dios y la patria, circulen y vayan a sus carajos, a sus trabajos trabajen, la verdad es que tienen que trabajar y no sonreír, producir, hay que levantar patria…
Nada, inmovilidad, no consignas, nada, cansancio o indiferencia es lo mismo, simplemente se han detenido. Nadie sabe por qué, ni los psiquiatras, y los que de esto lo saben y saben lo que sucede están con la inmensa multitud que recupera su derecho a la muerte, y aunque querrían balbucir los motivos, se callan, sonríen en una lejanía como la del rumor ciudadano que se aleja en este tercer día de la lentitud, y comenzamos entonces el exterminio, y mientras lanzamos, al principio, las bomba lacrimógenas que caen sobre los hombros de los hombres, sobre los ojos aterciopelados de los adolescentes, sobre los senos amables de las hembras que van a morir, bajo esa lluvia asquerosa de olores de llanto avanzan los de extramuros y sonríen con su ya está bien, basta, y leen y miran al cielo abstraídos mientras sus cerebro y sus vísceras se riegan en las antes limpias calles y que ahora sí están manchando de verdad; y cada vez hay menos dedos que aprieten los gatillos de los fusiles y más policías que sonríen y mueren ajusticiados por sus cabos de escuadra, por sus tenientes, y más tenientes que dicen hasta aquí llegué y sonríen pensando tal vez en Garcilaso aunque nunca lo hayan leído y ensueñan un sueño placentero de muerte y liberación y se suicidan a manos de sus capitanes y así sucesivamente y los automóviles y los ascensores y las máquinas de escribir se detienen brillantes y exeficientes pero inmóviles y las grúas en los puertos cercanos brillan al sol y el valle de la ciudad huele a grasa y carne chamuscada y, un poco, a claveles frescos.
Consejo, reunión, medidas, convencer, la vida, tiene que seguir (y alguien entre nosotros dice que en realidad para qué) y llamar al ejército, los cuarteles, eso sí, los cuarteles donde la contaminación no ha llegado y son hombres puros, y acaso los levitas que se han refugiado en los cuarteles porque nadie pide los santos sacramentos pues todos van a ver a Dios cara a cara en estos instantes, y los de los consejos bancarios que se desesperan y que venga entonces el ejército, a la batalla final contra los ciudadanos levantados en paz y muerte, y los del orden quieren alzarse en armas contra la muerte, y se alzan. Llegan, siempre llegan de lejos, de los barrios, los contagiados por la nada, por la desesperación tranquila de la muerte y la futilidad, de la locura diré, de la locura tal vez, avanzan y el ejército se despliega con magníficos acerados relucientes cañones y ametralladoras y barre la ciudad que no suena a cornetas y tráfico, sino a pólvora insistente y triste, pólvora triste contra la multitud silenciosa de nuevo y siempre, sonreída, y llegan y mueren y se amontonan y trepan indolentes por los acumulamientos de cadáveres de hombres y soldados que debajo del uniforme tienen costillas como los otros ahora desgarradas y la pólvora no puede ser prendida y nadie puede conminar y los artilleros han enronquecido o bien sonríen ante la boca de sus propios cañones que ahora disparan los consejeros también y los presidentes, y el rumor humano ya no es rumor, es silencio, y sólo quedan gestos de los pocos hombres de orden que restan y algunas de sus esposas, pues sus hijos también han muerto pensando en el pelo largo de la isla de la felicidad y otros en que todo hubiera podido ser así de bello, pero trepan sobre sus congéneres ya muertos y en las capas de abajo del hacinamiento de cadáveres huele a muerte y en las capas superiores a sangre fresca que se coagula rápidamente, la ciudad es toda una coagulación, los artilleros consejeros están de rodillas junto a las armas y poco a poco sin distinción de jerarquías, terminan por ir arrastrándose porque están fatigados, y sonriendo de improviso, pensando tal vez en el seno de su madre verde, hacia la nada inmóvil.
Hay un momento en que sólo escucho la sangre latiendo en mis venas. Ni un rasguño. Silencio de nuevo, siempre, nada, apenas la brisa hedionda a la que me acostumbro y alguna voluta de humo de la boca del último cañón disparado. Hay vivos enmudecidos que leen o miran aún, decididos a nada, en las cúspides de amontonamientos de carne desangrada, otros sacan la cabeza manchada de humanidad entre vísceras hermoseadas, las casas desiertas y las calles llenas de esa nada muscular sangrante, recorro avenidas, nada, ninguna pregunta, los maniquíes lucen su ropa interior ante los ojos de los muertos que prefieren ver hacia adentro de sí mismos, camino, camino, muertos hermosos y silencio, mis pasos en la ciudad suicidada, paso por los bosques desiertos, llegó al aeropuerto, me remonto en un brillante aparato que llena de ruidosos escapes el valle de la ciudad, nada, nadie se mueve, pasó ríos y ciudades, nada, sólo silencio a lo que antes era norte y sur y ahora no tiene sentido. vuelo, vuelo, llamó a la gente con el corazón, todos han muerto, nadie ha querido vivir. Lucientes las máquinas esperan, o simplemente están también, acero y níquel, hierro tenso y pulido, ascensores y cavas, pistolas, grúas y automóviles cromados, andamios metálicos y bulldozers, trenes y puentes colgantes emergen de los cuerpos detenidos y malolientes a las cuatro puntos cardinales. Silencio, excepto el de la sentidora-de-su-soledad máquina brillante que me transporta, bella como una flor, sin sentido como una flor. Recorro la tierra según la rosa de los vientos, y sólo todo lo que no es hombre compruebo que hereda nuestras cosas.
¿Yo, solo?
Desciendo.
Camino, cuento mis muertos.
Infinitos.
Oigo un timbre allá, cuadras más lejos.
Corro, sin pisar mis muertos ni a los que mueren ya abstraídos. Busco. Aquí. No, más lejos. Más cerca. (Suena un absurdo teléfono) Aquí. Quién me llama. No contestan, ni en nombre del amor. Sólo una inspiración profunda (un balbuceo incomprensible que …) al otro lado del mundo. Una inspiración y silencio. Dejó el teléfono. (En el horizonte mueren algunos timbres). ¿De qué me avisan a mí, jefe supremo de policías unidas? ¿Qué quieren, quién más se muere, habrá esquelas para todos? No rotativas, no automóviles, no comentarios. Mueren las llamadas balbucen los teletipos, el helicóptero detiene poco a poco sus aspas en la tarde florida y tumefacta. El sol se pone hermoso e inexistente enrojeciendo la tarde. Mañana no saldrá. He escrito. Camino. He escrito y lanzó lo escrito –lanzaré lo escrito– al vacío. Porque tal vez haya dejado yo de percibir algún pequeño movimiento, algún indeterminado susurro en los bosques, en las llanuras. Tal vez. Antes escribo lo último, antes de lanzar lo escrito al aire yerto del poniente. Camino. Trepo. Tropiezo y pido perdón a unos ojos prestos a la muerte que me miran. Ocupo mi sitio, en el montón de muertos y vivos que mueren en silencio, sin convulsiones, esperanzadamente, liberados. Mi última palabra convulsiones, esperanzadamente, liberados. Mi última palabra viva, perdón, no es contestada. (No hay ni eco de ella). Tengo sueño y estoy tranquilo. Digo adiós a todo esto. Sólo medio sol en el horizonte. A mis pies una adolescente sujeta con su mano un inútil redondo seno emergente de lo que fue su pecho. Sonríe muerta.