
En la mañana del 23 de septiembre la autodestrucción nihilista y la violencia revolucionaria se encontraron cerca del medio día en la torre La Prensa.
—¿Qué tal el fin de semana? –la sospecha recortaba cualquier distancia entre lo que sabe y desconozco. Where is my mind, sonaba en mis audífonos.
—¿Cómo se llama el archivo? –sus ojos vidriosos empañados de cansancio y soberbia me preparaban una emboscada.
—“FINALÍSIMO”, todo con mayúscula.
Sobre el escritorio se abrió un abismo entre la cascada del feng shui y el portarretrato familiar. La última versión del spot para tv, en el que llevo trabajando tres meses y medio, se copiaba en su computador.
—¡Esto no va, esto tampoco! –dijo, con una sonrisa sarcástica.
La novena corrección y una pérdida momentánea del sentido hicieron que el tiempo se detuviera en el absurdo infinito, sin conteo previo, como si todo empezara de nuevo. Él, quien había pedido hace una semana sustraer el título, hoy debía reaparecer en el segundo 25, con una fuente tipográfica más grande.
Un decálogo de razones para acabar y destruir de una vez y para siempre con la idea de “el jefe”, se escribía sobre las línea de expresión en su frente, mientras, la dignidad de un trabajador contratado por sus honorarios profesionales se pierde en una sala de redacción rodeado de funcionarios del copy paste, contadores de palabras, analistas de noticias, piezas de un aparato burocrático llamado información. No había otra más que sucumbir al enjambre de correcciones que chocaban contra la pantalla y retrasaban el pago. Por ahora, este contrato calmaba los nervios, así que tomé el pendrive y me largué.
De regreso en el autobús abrí el libro del autor con apellido imposible que llevo meses intentando leer. Busqué al azar alguna frase reveladora –para algo debe servir la filosofía política–, “Lacan no simpatizaba con la izquierda por considerar que esta no rompía con la figura del líder. Por el contrario, muchos pensadores de izquierda simpatizaban con Lacan porque representa el núcleo más radical del psicoanálisis”. Si la izquierda no puede, qué suerte le espera a un HP que viaja en el asiento de atrás, sin gremio, sin voz y con la espalda rota.
El perro que mueve la cabeza a donde nos lleva el volantazo del chofer exuda sumisión. Otro cambio en el decorado exige un esfuerzo adicional: traspapelar la tolerancia debajo de carpetas y órdenes de pago donde no estaba la mía.
La voz de “el gran otro” de la que habla Lacan, o de un orden simbólico imperativo, me mantiene como una célula dormida a punto de despertar.
Al llegar a casa recojo la nueva factura del alquiler, es la tercera que deslizan por debajo de la puerta. Aún le quedan un par de tragos a la jarra del jugo, con el pan en la boca prendo el computador y veo desde la cama cómo se van acumulando las cuentas. En este cuarto todo está muy apretado, así de estrecha y reñida es mi relación con el mundo, aquella inmensa grieta septentrional que vi sobre el escritorio es la misma que separa la vida que vivo o que me dejó por fuera.
El calor de la laptop con la batería desgastada sustituyó la llama prehistórica que convoca al acto tribal de comer, cuando cierro los ojos no hay fuego, sigo viendo la pantalla.
El despertador está programado para que suene desde las siete en intervalos de diez minutos. Esta vez llegaré tarde. Un día más, una corrección más. ¡Qué carajo!
De nuevo cargué con el libro debajo del brazo, a ver si en el camino le puedo arrancar otras líneas que ayuden a proyectarme en el espejo partido. Fue una larga noche reparando lo que ya se había hecho.
El reloj en el lobby de la torre La Prensa marcaba las 10:20 a.m. Con un mohín, la asistente me dice que el jefe está reunido. 15 minutos después me recibe con la misma sonrisa.
—Yo creo que debemos hacerlo de nuevo, hacer otra cosa. ¿Por qué no te pasas de aquí a mañana una nueva propuesta a ver qué tal?
—Ok. Pero entonces dame una fecha de pago, porque esto corresponde a otro trabajo. Empiezo a desvariar.
—Lo lamento, pero el cheque se retrasa hasta no terminar.
Yo presentí este momento, siempre estuvo latente, la hiperventilación anunciaba un colapso nervioso, la voz que me habla ya no era la mía, ni la del otro “gran otro”, tampoco la de él, era una voz interna que intentaba callar, pero que se repetía como las correcciones.
Empecé a autoflagelarme, a golpearme hasta sangrar. Martillaba mi cabeza con la fuerza del puño de las luchas obreras por un salario justo, sin gremio y sin relación de pertenencia. Tomé los papeles y con la otra mano los engrapé a mi pecho, el jefe llamó por teléfono, al mismo tiempo se activó una alarma, con ella los protocolos de seguridad. La situación era muy confusa, había que evacuar la torre. Dos guardias me sacaron de la oficina tomado de los brazos, me bajaron por las escaleras a empujones, mi repentino ataque psicótico había alcanzado dimensiones inesperadas, una amenaza de bomba desataba el pánico piso por piso, mi rostro y la camisa ensangrentada sirvió para vincularme directamente con lo que sucedía. A la espera del comando antiexplosivo, se oyó una fuerte detonación, de lo más alto de la torre cayeron unos panfletos, aturdido y esposado pude tomar uno antes de ser trasladado al servicio de inteligencia, la acción se la atribuían las Fuerzas Bolivarianas de Liberación para rememorar lo que llamaron “Operación Dignidad”, en el panfleto se leía lo siguiente:
“Hace 19 años un comando de las FBL ejecutó la llamada Operación Dignidad, la acción fue el atentado contra Antonio Ríos, dirigente adeco sindical, entre otros, paladín de la corrupción y el clientelismo del pacto de punto fijo, y de los escándalos del Banco de los Trabajadores. GUERRA A MUERTE AL CAPITAL”.