Antes de que decretaran la cuarentena, fui a casa de una amiga a beber ron y a fingir que juego dominó. Nos acompañó su hermano mayor y un vecino, al que no conocía. A la hora de poner música inició una conversación sobre las brechas generacionales en los gustos respectivos.
Mi amiga y su hermano corresponden a quienes iniciaron su adolescencia en los ochenta, yo cobré conciencia de mis gustos en los noventa, y el chamo que me presentaron ronda los veinte años.
Yo le pregunto por los íconos de su generación. Su parnaso estaba compuesto por reguetoneros y traperos del momento, todos con nombre sabor a spanglish.
Le pregunto si no le parece que en la mayor parte de su música se hace evidente que la motivación es comercial, que es música descaradamente elaborada para funcionar de la manera en que lo haría un jingle: pegajosa, banal y vendible, inspirada abiertamente por el deseo de lucro.
Él abre los ojos con emoción y me responde: “claro, eso es lo de pinga”. Me quedé anonadado.
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Tradicionalmente la gente se identifica con su música a través de emociones íntimas: la evocación y la introspección en algunos casos, en otros la alegría telúrica que invita al baile.
El segundo caso, para el que destaca la tradición caribeña, nos convoca con un ritmo que nos habla a través del ritual laico del baile en pareja. Es una música destinada a la comunidad: y no me refiero llanamente a la tribu urbana, que claramente tiene su rol, sino también a la comunidad de la pareja que, cómplice, negocia y armoniza los movimientos de sus cuerpos para concretar la dicha de la existencia en la carne, en el calor de la líbido, en el vuelo del humor.
Quizás una expresión canónica de esta circunstancia la encontramos en las fiestas de San Juan, también en la salsa y el merengue.
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En alguna conversación con el saxofonista Pablo García, él se quejaba de la merma de lo que denominó “la picaresca en la música caribeña”.
Los tiempos del chachachá, de la guaracha y del mambo, están llenos de letras jocosas que insinúan sin decir, haciendo referencia a la vida, al folklore y a la sexualidad, con un tratamiento solapado que potencia el sentido humorístico a través de la agudeza que comparten cantor y público, los cuales se regocijan con el retruécano, el doble sentido y la referencia polisémica.
¿Quién no se ha preguntado a qué se refiere exactamente esa vela que Tula dejó prendida y le incendió la vivienda? No parece una crónica bomberil, todos sospechamos un trasfondo erótico o de otra índole. La picaresca busca que nos reconozcamos en los juegos de la inteligencia: el subterfugio alberga la complicidad, ya no para escapar de la autoridad, sino para condimentar la carrera.
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En la música caribeña actual no hay cabida para estas sutilezas. Goebbels, aunque maligno, fue un maestro de la comunicación: la prueba de ello es la influencia que su pensamiento ha tenido en la política comunicacional de los poderes tanto corporativos como políticos desde su muerte hasta hoy.
Una de sus máximas aconseja que “debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar”.
Esta ha sido una estrategia aplicada con éxito por la publicidad y los gobiernos a la hora de apelar a sus auditorios. Esta llave del éxito es replicada con suficiencia por los letristas de la música bailable en boga.
Una música que, vale resaltar, está cada vez más divorciada de los músicos y realizada casi en su totalidad por un nuevo tipo de profesional: el productor. Un productor, se entiende, no tiene una historia ni un sentimiento para retratar: él tiene un producto para vender. En su trabajo los estudios de mercadeo sustituyen la inspiración.
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Hay consenso en la comunidad musical sobre la creciente estandarización de las formas y los timbres en la música mainstream de nuestros días. El youtuber y divulgador musical Jaime Altozano (entre otros) nos cuenta cómo las progresiones armónicas (conjuntos de acordes y de notas musicales) empleadas actualmente por los músicos que ganan grammys son prácticamente los mismos en todos los casos.
Al contrario de lo que vemos en la explosión de la música negra de los sesenta, muy especialmente el bebop, pero también encontramos armonías innovadoras a lo largo y ancho de la bossa-nova brasileña y hasta en los éxitos Motown. Pareciera que para complacer a Goebbels, hemos ido rebajando progresivamente la complejidad del lenguaje musical.
El artista puede arriesgarse y confiar en que el público puede estar listo para un plato más fuerte, para un nuevo condimento. Pero el productor, que no está llevado por la sensibilidad sino por los registros contables, se adhiere temeroso a las recomendaciones del ministro de propaganda nazi.
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Cuando aquel chamo en casa de mi amiga argumentó que la búsqueda de éxito era un valor estético en la música que escuchaba, al primer momento me sentí embargado por sentimientos negativos, pero ahora, revisándolo con calma, creo entender que no es él quien está en el error.
Toda forma de arte y de artesanía cristaliza en su manifestación el espíritu de un tiempo histórico. Innumerables deducciones hace Arnold Hauser sobre la vida y la sensibilidad en el antiguo Egipto a partir de sus convenciones estéticas. Este procedimiento se repite en el estudio de cualquier cultura antigua, pero debe ser igualmente válido para las contemporáneas.
El éxito, y no la emotividad, es el eje central de nuestra sensibilidad. Queremos admirar a la estrella porque tiene éxito, no al músico porque tiene lucidez o habilidad.
Si el baile es lúdico, el perreo, en cambio, tiene fines claros de manifestar poder, no es un juego, es una declaración. El perreo no coquetea: expone los elementos que componen la situación tal cual es.
En una novela, Kundera asegura que coquetear es hacer una insinuación de promesa sexual en la que no hay garantías, siquiera de haber insinuado la promesa. Para él, lo que caracteriza al coqueteo es que puede ser negado de plano y sin remordimientos por quien lo estaba llevando a cabo: he allí su magia: nos hace libres porque quizás nunca existió.
En el perreo, a diferencia del baile de la salsa, el merengue o san juan, no puede haber coqueteo, pues no hay insinuación sino simulación. Puede servir como sucedáneo o escarceo sexual, pero nunca tendrá el componente dudoso, y por tanto, si se quiere, humorístico del coqueteo, el cual queda históricamente defenestrado junto a la picaresca como una reliquia de cuando los ríos de la vida humana hacían meandros y no estaban embaulados.
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La búsqueda de la supremacía en todas sus formas es lo que parece subyacer al discurso musical actual. Basta fijarse en cuán importante es denostar a los enemigos en las letras de las canciones. Imponerse a un rival, escandalizar a un sector: deslumbrar.
Ella Fitzgerald o Aretha Franklin no tendrían cabida en un mundo en el que las capacidades vocales se pueden tallar con tecnología y en el que los atributos principales del intérprete femenino están en la forma de su cuerpo.
No puedo dejar de asombrarme cuando noto lo importante que es la noción de “mi estilo original” en los intérpretes actuales, cuando sus atributos reposan crecientemente en elementos serializados, a saber: el uso de la tecnología y una concepción estricta de la anatomía humana. Cuanto más individuales son estas propuestas, más indistinguibles se tornan unas de las otras.
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Hasta aquí el lector puede confundirse creyendo que este es un discurso nostálgico. El primer síntoma de la vejez es reivindicar lo pasado sobre lo presente. Este no es el caso. Eso sería desconocer la transformación profunda que estamos viviendo en este campo.
Mi punto es que el mercado de los sonidos ha desplazado las concepciones que han animado a la música durante siglos y ahora se plantea un derrotero y un universo de necesidades y satisfacciones totalmente diferente.
En cierto sentido creo que no exagero al proponer que el pop actual es la definitiva utopía capitalista. Atestiguamos las señales de que lo que ha sido un sistema de valores materiales, por fin ha conquistado el campo metafísico a cabalidad.
Difícil es encontrar una actividad humana tan inmaterial y cercana al “espíritu” como lo es la música. Hay religiones y cultos que pueden prescindir de muchas cosas, pero nunca del canto. Quienes hicieron sus murales en las cuevas de Altamira escogieron sus locaciones en atención a las propiedades acústicas del lugar. Los efectos cognitivos de mezclar armonía, melodía y ritmo rebasan toda funcionalidad.
Cuanto más artificial y humanizado hacemos nuestro entorno, más música pretendemos incluir en su estructura: cada vez que alguien toca el intercomunicador del edificio de enfrente, yo tengo que tolerar un pitido con semblanza de los ocho primeros compases de Para Elisa de Beethoven. Cuando hasta las alarmas cantan, tenemos que preguntarnos cuál es el papel de la música en nuestras vidas, ¿qué proporción de los ring-tones de los celulares del mundo son canciones?
Desde el momento en que el éxito por sí mismo se erige en parámetro estético dominante de la música, asistimos a una configuración unipolar de la cultura. Ya el arte, como todo en nuestra vida, se desarrollará fundamentalmente en el ámbito del darwinismo financiero. Una vez conocidos los fines se disipan las dudas: todos los esfuerzos en el campo de lo simbólico tendrán una misma dirección.
En el caso específico de la música, tenemos un arte completamente ubicuo, capaz de ocupar cada intersticio de la existencia con su arrollador (a veces exasperante) poder de persuasión sobre nuestra emotividad.
La música, ese sonido al que nuestros sentimientos no pueden ser indiferentes, ese movimiento invisible del aire que constantemente engancha nuestra atención, en fin, la música ha encontrado su razón de ser: es el éxito, y te lo repite constantemente en todos los lugares.
Mi musica mas emocional vendra siempre de los 80’s del siglo pasado. Este ensayo auna muchas intuiciones e ideas que han rondado mi cabeza por anhos y que estaban empezando a llevarme por la senda de la vejes. Ya no, gracias por articular lo que estaba en el aire.