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Fellini se desmarcó definitivamente del rígido corsé del neorrealismo con La Strada, su tercer largometraje. Con poco más de veinticinco años, había contribuido a cimentar el movimiento como guionista de las indispensables Roma, ciudad abierta y Paisa, cumbres cinematográficas de Rossellini. Ya su segunda entrega, la genial Los inútiles, tenía más de commedia all’italiana que de neorrealista. Con La Strada cortó definitivamente las amarras, aunque mantuvo aun ciertas características como el rodaje en escenarios reales o la focalización en las clases populares y sus difíciles condiciones de vida.

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La Strada fue la primera entrega de ese mundo personalísimo de Fellini, que a partir de entonces se convertiría en su seña de identidad. A mitad de camino entre lo real y lo onírico, la película es una fábula que presta más atención a los sentimientos que a la acción, a las emociones que al argumento, a los pensamientos que a las palabras… Es, además, el nacimiento de lo que más tarde se conocería como felliniano: situaciones y personajes que oscilan entre lo surrealista y lo grotesco, Que su apellido se convirtiera en un adjetivo de uso común –hasta se incluye en diccionarios italianos– demuestra su impacto.
El comienzo de La Strada remite a los cuentos decimonónicos, más tétricos que infantiles. El tosco Zampanó, que recorre los pueblos con un patético espectáculo ambulante de forzudo, compra, literalmente, a la ingenua Gelsomina para que sea su ayudante, su esposa, su cocinera, prácticamente su sierva… Nada nuevo. Ya había comprado a su hermana mayor, Rosa. De hecho, llega anunciando a su familia que Rosa ha muerto, sin dar más detalle, y necesita una sustituta.


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La pareja se lanza a la carretera (la strada a la que hace referencia el título) en un destartalado motocarro, atravesando parajes desolados, habitados por el frío, el hambre y la miseria. La lucha por la supervivencia iguala a todos y los comportamientos van desde una solidaridad instintiva, en especial los niños, cuya espontaneidad es tan querida a la mirada felliniana, hasta el egoísmo más extremo.
Gelsomina y Zampanó no pueden ser más distintos. Ella simboliza la inocencia, la sensibilidad por encima de la inteligencia, con una bondad innata y un sentido de la lealtad casi perruno. Su lugar, en su entendimiento infantil, está con el hombre que la ha comprado. El personaje fue modelado a partir del vagabundo de Chaplin y del kabuki japonés. Giulietta Masina, musa y esposa de Fellini durante medio siglo, y rehén de sus celos enfermizos, le confirió una expresividad propia del cine mudo.

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Zampanó es brutal y violento, incapaz de demostrar un mínimo no ya de cariño, sino siquiera de empatía. De ademanes hoscos, tan solo le delata su mirada: en sus ojos se adivina un fondo de miedo, como esos animales que han sufrido tantas palizas que enseñan los dientes a cualquiera que se acerque. Anthony Quinn, quien siempre trabajó sus personajes a partir del cuerpo, le prestó toda su fisicidad. Fue uno de sus papeles favoritos, aunque entró a regañadientes en el proyecto.
En su deambular se cruzan con un circo, un mundo especialmente atractivo para Fellini y que ha proporcionado algunas de las imágenes más icónicas de su filmografía. Allí conocen al Loco, un funambulista delirantemente extrovertido. Está convencido de que todo sirve para algo, incluso una simple piedra. Para Gelsomina es un agitador de su conciencia y la señal de que tiene que continuar al lado de su compañero/dueño. Fellini eligió para el papel del Loco, como para el de Zampanó. a un actor hollywoodiense, Richard Basehart, en una época en que la presencia de estrellas norteamericanas, aunque no fueran de primera línea, tenían tirón en las taquillas locales. Anatema para el purismo neorrealista. Si al dogma le costaba aceptar intérpretes profesionales, la presencia de divos de Hollywood, el cine comercial por antonomasia, era imperdonable.

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La música de Nino Rota, compositor de cabecera de Fellini, puntea de nostalgia y melancolía una historia que finaliza donde empezó, a la orilla del mar, lugar recurrente del director, nacido en la costa adriática. En última instancia, La Strada es un relato sobre los afectos no correspondidos, la incapacidad de mostrar los sentimientos y la entrega generosa y desinteresada.Los más sectarios masacraron La Strada en su estreno en el Festival de Venecia. El jurado fue más clarividente, premiándola para escándalo de la claque neorrealista. A partir de ahí, película y director despegaron. Crítica y público se rindieron. El éxito culminó con el Oscar en la recién creada categoría de película de habla no inglesa. Fellini comenzaría a construir una carrera inigualable hasta convertirse en uno de los grandes mitos del celuloide. La decisión de confiar en su instinto fue correcta. Es una encrucijada a la que se enfrentan los verdaderos creadores: acomodarse y complacer a la audiencia o ser fiel a sí mismos y a sus inquietudes artísticas. Otro icono del siglo XX, Bob Dylan, libró la misma batalla, en su caso contra el purismo folk que quería mantenerlo en los reducidos límites de la canción protesta. Quizás tomó ejemplo de Fellini. En sus memorias, Dylan recuerda haber visto La Strada y La Dolce Vita a su llegada a Nueva York, con apenas veinte años, en un cine de arte y ensayo de la Calle 12 del Greenwich Village. Enseguida conectó con su universo, al que calificó como “la vida reflejada en un espejo carnavalesco”. Es fácil rastrear la imaginería felliniana en sus temas más lisérgicos de los sesenta. Era un genio, Fellini, abriendo las puertas de la percepción de otro genio, Dylan.

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