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La primera gran obra maestra incontestable de John Ford se hizo esperar más de dos décadas. No es que antes no tuviera robustas muestras de su inmenso talento, tanto en el cine mudo, como Tres hombres malos, o ya en el sonoro, por ejemplo con El delator, que le valió su primer Oscar. Pero en La diligencia aunó de una forma asombrosa espectáculo, innovación estilística y su particular visión del mundo, de la vida y de las relaciones humanas.

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Ford siempre fue consciente de que trabajaba para una industria y, por tanto, la rentabilidad era lo que le permitía seguir en el negocio. Desde sus inicios acuñó la fama de rodar ajustándose al presupuesto y al cronograma. Entregaba a la sala de montaje eficiente metraje que usualmente cosechaba buenos números en taquilla. Gracias a ello, de vez en cuando le dejaban acometer modestos proyectos personales.

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Pronto se cansó de esta dinámica. Aunque cultivaba una imagen pública de tipo hosco y vulgar y consideraba su trabajo como un simple oficio, lo cierto es que albergaba una pulsión artística incontenible que pugnaba por salir al exterior no de forma ocasional, sino como una expresión permanente de su sensibilidad. Con La diligencia cambió de estrategia. A partir de entonces utilizaría cualquier historia, por muy convencional que fuera, para plasmar sus inquietudes. Parapetado en los géneros más tópicos, Ford comenzaría a despachar cine rabiosamente de autor.

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Sorprendió que un Ford instalado en la primera división de Hollywood eligiera un western para uno de esos proyectos más personales. Las películas del Oeste estaban de capa caída, tras su época dorada a finales del mudo y principios del sonoro con mastodónticas producciones épicas como The Covered Wagon o el megaéxito de El caballo de hierro, a cargo del propio Ford. Eran filmes al filo de la navaja: presupuestos desorbitados que exigían un esfuerzo mayúsculo de recaudación para obtener beneficios. El cántaro se rompió en 1930 con The Big Trail, enorme batacazo financiero que relegó los westerns a carne de serie B. Cuantitativamente, la facturación de títulos seguía siendo muy grande. Pero eran subproductos de ínfima calidad con nulas pretensiones artísticas y dirigidos a un público generalista de baja exigencia. Ningún director de prestigio apostaba por las historias de vaqueros.

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Pero Ford tenía claro que iba a utilizar los rígidos códigos del género para hablar de lo que a él le interesaba. Un argumento absolutamente manido -el peligroso viaje de la diligencia a la que hace referencia el título- le sirvió de excusa para encerrar en las reducidas dimensiones de un carruaje a nueve personajes que son otros tantos estereotipos de los Estados Unidos, realizando un estudio de caracteres que le hablaba más al país actual que al de finales del siglo XIX en el que está ambientada la película (utilizaría cada vez con más frecuencia este recurso de trasladarse al pasado para analizar el presente: era un sencillo mecanismo para sortear la censura y las críticas de los sectores más cerriles, bastante obtusos como para entender sutilezas temporales).

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Los personajes se alejaban de los perfiles clásicos del western, comenzando por la pareja protagonista, un preso fugado acusado de asesinato que se dirige a matar a más personas y una prostituta expulsada de la ciudad. Son los héroes malos/buenos por los que siempre sintió una debilidad especial, probablemente porque se veía reflejado en ellos. Para Ford, constituyen la sal de la tierra, la columna vertebral del país. Con un pie dentro del sistema y otro fuera, hacen avanzar los tiempos a golpe de rebeldía e inconformismo. Junto a ellos, un médico alcoholizado (su admiración por los profesionales de la medicina se evidencia en varias de sus películas), un viajante de comercio que encarna la honestidad del ciudadano promedio, un perdedor de la Guerra de Secesión reconvertido en tahúr y, en contraposición, la esposa de un oficial del ejército vencedor: la reconciliación entre ambos bandos es uno de los temas recurrentes de su filmografía.



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La figura negativa es un banquero corrupto con un discurso sorprendentemente profético a la luz del actual inquilino de la Casa Blanca: “Lo que este país necesita es un hombre de negocios como presidente”. La estigmatización de los ricos conecta con el espíritu de época. Las secuelas de la Gran Depresión aún eran evidentes y la mayoría de los estadounidenses culpaba del desastre a la avaricia de los bancos. El propio Ford se declaraba en aquellos años “socialista demócrata, siempre a la izquierda”. Tras la Segunda Guerra Mundial viraría a posturas más conservadoras –también más pesimistas-, aunque mantuvo una vena iconoclasta que le salvaba de caer en la ranciedad.

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Los otros dardos los reservó para la hipocresía puritana de las ligas de la moral y la decencia. Su espíritu ácrata nunca pudo tolerar ninguna pretensión de autoridad, ni legal ni ética. Probablemente hubo mucho de venganza personal. Su película El mundo se mueve fue la primera que tuvo que pasar por el sello de certificación de censura que los apologetas de la moral habían logrado arrancar a las majors de Hollywood.

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Fue Thomas Mitchell, por su papel de médico, quien se llevó el Oscar, pero sin duda el gran beneficiado del reparto fue John Wayne. La diligencia supuso su ascenso a un estrellato que ya no abandonaría, convirtiéndose en uno de los grandes mitos de la Edad de Oro del cine. Hay algo de justicia poética, puesto que un jovencísimo Wayne fue el gran damnificado del fracaso de la citada The Big Trail. Encabezaba por primera vez el elenco de una gran superproducción. El fiasco le relegó a infames westerns de tercera categoría durante casi una década. También es un detalle hermoso que Ford lo rescatara, puesto que fue quien le consiguió sus primeras apariciones como figurante –de hecho, empezó trabajando en sus rodajes como chico para todo-. El actor le guardaría lealtad eterna, en lo que supuso una relación paterno-filial no exenta de maltrato pero que produjo algunas de las películas más importantes de la historia.

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El otro gran elemento que desde La diligencia acompañaría al realizador fue Monument Valley. El asombroso paisaje desértico, con sus imponentes formaciones rocosas, sería desde entonces Territorio Ford. Rodó allí diez largometrajes. El majestuoso escenario parecía engullir a los personajes, como una suerte de enorme anfiteatro griego natural que acoge las tragedias de los hombres y las mujeres pero que a la vez se yergue en toda su grandeza indiferente ante las preocupaciones humanas. Además, dispuso de estos parajes casi en exclusiva. Era tal su prestigio, que el resto de directores rehusaba trabajar allí por considerarlo una falta de respeto.

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Con La diligencia, John Ford consiguió por fin las llaves del reino de la genialidad. Encadenó obra maestra tras obra maestra: El joven Lincoln, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, Pasión de los fuertes, Fort Apache, She Wore a Yellow Ribbon, El hombre tranquilo, El hombre que mató a Liberty Valance… La gran mayoría tuvo un enorme éxito de crítica y público en su estreno y le valió una lluvia de Oscars nunca igualada (tiene cuatro estatuillas como mejor director, aunque a él le gustaba recordar que eran seis, incluyendo los dos documentales que rodó en la Segunda Guerra Mundial; de ellos, La batalla de Midway sigue siendo un clásico en su género, con un Ford que se lanzó cámara en mano a rodar el ataque japonés, siendo herido en el combate). Otras han tardado más en ser reconocidas, pero el tiempo las ha situado en su lugar. Incluso al final de su carrera se lanzó a ajustar cuentas con las injusticias sufridas por las minorías, descolocando a quienes le acusaban de reaccionario. Denunció el racismo del ejército (Sargento Rutledge) y el genocidio indígena (El ocaso de los cheyennes) y se alineó decididamente con la igualdad de género en Siete mujeres. Eran los locos sesenta y demostró ser más contracultural que muchos realizadores de la nueva hornada.Guardó siempre un lugar en su corazón para La diligencia. Y para las películas del Oeste en general. Su consejo a los jóvenes directores era que cuando su carrera pareciera estancarse, rodaran un western. Como guiño al género que le encumbró definitivamente –y también para mantener su fachada de bruto malencarado- quedó su presentación en una reunión del gremio de directores de Hollywood: “Me llamo John Ford y hago westerns”.

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