Además de sufrir una gran desorientación vocacional, profesional, política, social, artística y hasta sentimental, los venezolanos estamos desorientados fundamentalmente en lo que respecta a nuestro propio ser. El estudio de la Filosofía está necesariamente ligado a la totalidad de la problemática humana; por eso nos conduce tarde o temprano a reflexionar sobre nuestro ser y a buscar el sentido que el pensamiento filosófico mismo pueda tener entre nosotros.
Este trabajo, aunque sugiere algunas hipótesis, no ofrece soluciones; se justifica como intento de plantear el problema de la Filosofía en Venezuela y de iniciar un diálogo al hacer más notoria la desorientación.
En la primera parte describe a grandes rasgos la condición humana y la cultura, como horizonte necesario del problema a tratar; en la segunda traza un perfil de la Filosofía dentro de esa perspectiva; en la tercera enfoca directamente el tema en base a la preparación realizada en las dos primeras partes.
Dada la naturaleza de la serie de publicaciones en que este trabajo aparece, hemos prescindido de todo aparato técnico académico.
J. M. B. G.
Mérida, mayo de 1962
I
La filosofía es posibilidad, actividad y producto del hombre. Para señalar sus caracteres específicos es necesario considerar previamente la condición humana en su conjunto, ya que los diferentes aspectos de esta se sostienen y definen mutuamente constituyendo un sistema, en el cual cada parte solo tiene individualidad y sentido por sus relaciones de interdependencia con las demás.
Una comparación, no poco simplista, del hombre con los demás entes nos aclara, por contraste, su condición. Mientras los minerales obedecen leyes físicas ineludibles, los vegetales tienen un ciclo vital perfectamente determinado y los animales están ligados a su mundo circundante por relaciones de interacción casi invariables, gracias a los automatismos del instinto, el hombre, aunque en su aspecto físico-biológico comparte con ellos la misma servidumbre a leyes naturales, se distingue por un alto grado de indeterminación en lo que se refiere a su conducta. No dispone de mecanismos instintivos que le aseguren la supervivencia, o ellos no son, al menos, suficientes para asegurarla. No es como las golondrinas, que encuentran sin brújulas ni mapas los lugares que buscan. El proverbio nuestro “Nadie nace aprendido” describe perfectamente esta situación. En efecto, el hombre necesita adquirir por aprendizaje lo que no le es dado por nacimiento. De aquí la necesidad absoluta que tiene de vivir en sociedad y compartir la cultura que es transmitida de las generaciones adultas a las generaciones en formación mediante el proceso educativo. Cada hombre es portador, transmisor y, a veces, creador de cultura. Por cultura entendemos aquí no el refinamiento de las costumbres, el intelecto y los sentimientos por su depuración y pulimento de acuerdo con criterios y fines ético-estéticos; sino todo lo que el hombre ha creado y su actividad creadora, cultura culturante y cultura culturada.
En el concepto de cultura incluimos la técnica, la religión y los mitos, la moralidad y el derecho, el arte.
La técnica incluye métodos de adquisición: caza, cría, pesca, agricultura, minería; medios y procedimientos de fabricación: alimentación, vestido, habitación, armamento, medicinas; etc., varía cuantitativa y cualitativamente según las sociedades, pero conserva el mismo sentido y cumple las mismas funciones.
Creencias y mitos sobre el más allá, el destino del hombre, etc., acompañados de dogmas, tabúes y ritos son también parte de la cultura.
La existencia del hombre en sociedad está sometida siempre a reglas de comportamiento, sobre todo a prohibiciones, encaminadas al mantenimiento de un orden, sin el cual no puede haber comunidad, pero que no es dado naturalmente, sino que tiene que ser creado y mantenido por el hombre. Cuando esas reglas se precisan y aclaran, con el objeto de organizar conscientemente la vida social, se convierten en Derecho, que puede ser el derecho consuetudinario o el derecho escrito de las leyes y códigos.
Las creaciones culturales, ya descritas a grandes rasgos, llevan implícita, en mayor o menor grado, la realización de valores propiamente estéticos. Estos pueden desligarse de todo fin ritual, mágico o técnico y conducir a la creación de obras puramente artísticas.
Las diferentes formas culturales –instrumentos de cocina y modo de comer, canciones de cuna y vasos ornamentales, fiestas profanas y ritos sagrados, el cultivo del rosal y la fabricación de venenos, conocimientos sobre la lluvia y trato de animales domésticos, pornografía catártica y constituciones– están sostenidas y son llevadas por una visión del mundo y de la vida, concepciones sobre el sentido de la totalidad y el puesto del hombre en ella, valores. Dicho más radicalmente: la condición humana conlleva, como estructura específica, una comprensión del ser y del no ser, del todo y la nada, del mundo y del hombre, del sentido de la vida. Sobre esa comprensión descansa la posibilidad misma de la cultura. Esa comprensión orienta la conciencia –el darse cuenta– cuya esencia y manifestación es el lenguaje, espejo viviente del universo.
La cultura, que constituye un todo supraindividual, posee dinamismo propio y tiende a perpetuarse por tradición, mediante una especie de inercia, logrando períodos más o menos largos de equilibrio; pero está siempre expuesta a cambios traumáticos y épocas de crisis, provenientes de contradicciones internas, inventos revolucionarios, agresiones externas o catástrofes naturales. Y, aun sin todos esos inconvenientes, cambia perceptiblemente en cada generación porque su dimensión es el tiempo, su modo de ser el devenir. La finitud y la precariedad de la cultura son reflejo de la finitud y precariedad del hombre. La cultura está siempre expuesta a ser desarticulada, desmantelada, destruida; el hombre a quedarse a solas con su libertad y su radical angustia.
Pero aun al que le ha tocado en heredad una cultura en estabilidad relativa y, por lo tanto, puede engañarse con respecto a su propia condición, no deja de ocurrirle tarde o temprano, por las frustraciones inevitables de la vida individual, o por una sensibilidad muy aguzada, o por una gran capacidad de asombro, no deja de ocurrirle, alguna vez, que tenga el tremebundo confrontamiento consigo mismo y vea, cuando menos al destello fugaz de una intuición momentánea, la contingencia de su absurda existencia, acechada continuamente por todo género de peligros, condenada a dejar de ser, finita.
La condición humana es fundamentalmente incómoda porque requiere incesantes esfuerzos conscientes, trabajos y preocupaciones que nunca conducen a la seguridad definitiva. “Las zorras tienen cavernas, y las aves del cielo nidos; mas el hijo del hombre no tiene donde recueste su cabeza”. Por eso los dos mitos cardinales de la condición humana son el paraíso perdido y la utopía: Hubo un tiempo en que la humanidad vivió armoniosamente, la felicidad era posesión de todos, no existían ni la miseria ni la enfermedad ni la injusticia ni la angustia; o la humanidad alcanzará esa armonía por la llegada de un salvador o como culminación de un proceso histórico ineluctable o debe alcanzarla por sus propios esfuerzos. Nostalgia del insecto o anhelo de divinización; las abejas y los inmortales no tienen problemas sociales. Los dos grandes mitos son uno: híbrido horrendo de arcángel y serpiente, el hombre está humillado por haber caído de un previo encumbramiento o por no haberlo alcanzado todavía. Cada individuo, cada pueblo intuye y formula, con mayor o menor claridad, el gran mito. Dicho en otra forma: concibe ideales y valores ante los cuales la realidad vivida queda ensombrecida. De aquí el impulso hacia nuevas formas y el proyecto. El hombre es un hacedor de proyectos, los cuales están siempre expuestos a la frustración.
Lo que da sentido al quehacer humano, orientando y sosteniendo los proyectos, es el conjunto de cosas que se consideran dignas de ser buscadas, conquistadas o preservadas, realizadas: los valores. Valores son la verdad, la comodidad, la justicia, el poder, la salud, la belleza, el orden, la seguridad, el placer, el honor, la gloria, etc. Tanto en los individuos como en las comunidades predominan unos valores sobre otros formando una jerarquía. Frecuentemente hay conflictos entre los valores; a veces crisis general seguida de reorganización; casi nunca –aunque quizá más a menudo de lo que se cree– un completo nihilismo axiológico con vocación de caos y de muerte.
A medida que crece y se integra a la vida colectiva mediante la educación –espontánea o sistemática–, el hombre hereda los bienes y valores de la cultura a que pertenece. Es asombroso observar cuán poco originales somos, casi todo lo que tenemos nos ha sido dado: cada individuo “formado” se parece a un tipo, cae bajo un tipo categorial, para el cual había heredado las condiciones biopsíquicas y el molde cultural correspondientes; parece como si la educación no consistiera más que en aprender un papel, un conjunto de roles, para tomar parte en una gran labor teatral donde pocas veces es necesario improvisar y cuyo sentido está dado por el juego de los valores transitorios de la cultura. Los conflictos del individuo, cuando no provienen de crisis de desarrollo o dificultades de adaptación, son reflejo de conflictos intra o interculturales; pocas veces tienen su origen en la dolorosa actividad creadora del espíritu en lucha con la materia.
Pero esa ilusión teatral se explica por la ya señalada tendencia de la cultura a perpetuarse mediante una especie de inercia (la tradición); es posible solo en largos períodos de relativa estabilidad; se desvanece al considerar que todas las formas culturales son creación del hombre, finitas como él, como él destructibles; el ser humano puede verse en cualquier momento ante un teatro caído, abandonado a su indeterminación, en ejercicio ineludible de su libertad creadora. Pobre de él si se había convertido en actor mecanizado o marioneta.
De todas maneras, cualquiera que sea ese estado de la cultura –naciente, en plenitud de realización formal, feneciente– el hombre vive siempre en un mundo cultural y quizá lo que llamamos universo no sea sino, en un sentido más profundo, obra arquitectónica del hombre, verbo humano objetivado en el seno de la tiniebla primordial y el misterio.
Pero la cultura no es homogénea. Pasa con ella lo que pasa con el lenguaje: el lenguaje es prerrogativa del hombre en general, pero se nos presenta siempre en la pluralidad de los idiomas.
No cabe duda que los pueblos son distintos y su peculiar idiosincrasia limita en gran parte las posibilidades de manifestación formal. Esa idiosincrasia señala las direcciones de desarrollo y contiene en potencia las formas que se actualizan en el transcurso del tiempo. Desde esta perspectiva puede comprobarse que ha habido culturas acabadas, culturas que han agotado, por decirlo así, sus potencialidades. Un análisis estructural de los idiomas o lenguas nos muestra con gran claridad que, antes de toda reflexión teórica, ya tienen los pueblos o comunidades lingüísticas una concepción articulada del mundo y de la vida. Dicha concepción anuncia en cierto modo cuáles van a ser las líneas de desarrollo del pueblo en cuestión.
La cultura dentro de la cual se “forma” un individuo determina en alto grado su estilo de vida, marca para siempre su quehacer, modela su sensibilidad y su actitud valorativa, da un aire característico a su pensar. El individuo, por su parte, puede ser factor importante en el devenir cultural; está en condiciones para ello debido al intrincamiento de determinación y libertad tan característico de la condición humana, pero los auténticos creadores de formas culturales son pocos. Además, la aparición de esas formas ocurre en el ámbito de la comunidad y de una manera que no es clara y conscientemente intencional; la acción del individuo se mueve en un horizonte cultural ya dado. Es como si pudiera hablarse de creación colectiva, de los pueblos como entidades personoides.
II
¿Cómo ubicamos la filosofía en el horizonte de lo expuesto? ¿Qué lugar ocupa en este contexto? Distinguimos tres conceptos de filosofía: 1) filosofía como dynamis, 2) filosofía como enérgeia, 3) filosofía como ergon. El uso que se da aquí a estas palabras griegas no coincide con el que de ellas hace Aristóteles; las empleamos como recurso lingüístico para dar énfasis a la distinción conceptual que intentamos.
1) Hemos visto que la condición humana se caracteriza por cierta indeterminación fundamental, manifestada en la necesaria creación de la cultura, y que esta presupone siempre visión del mundo, concepción de la vida, ideas o creencias sobre el puesto del hombre en el universo y el papel que está llamado a desempeñar. Aunque no se conviertan en objeto de una toma de consciencia problematizante, estos supuestos sostienen y orientan las manifestaciones culturales y hallan su expresión en los diferentes aspectos de la lengua.
Así como la lengua sirve de medio para la comunicación y, como medio, es más eficiente cuanto más transparente sea; pero está constituida por un vocabulario (expresión de las representaciones y conceptos de la comunidad), un sistema fonético y un sistema formal (espejos del modus cogitandi* colectivo) que no se pueden poner en cuestión, en el habla cotidiana, sin entorpecer la función comunicativa. Así la cultura es medio de supervivencia y realización para el hombre, que la crea, la vive, la utiliza, la transmite; pero conlleva, como principio y fundamento, los supuestos ya anotados, que no se convierten necesariamente en objeto de estudio, sino que más bien tienden a permanecer ocultos.
A estos supuestos que sostienen y orientan la cultura, a estos supuestos que configuran las estructuras de la lengua, a estos supuestos que solo son posibles dada la condición humana y la comprensión de la totalidad en ella implícita, a estos supuestos que tienden a operar en secreto llamamos filosofía como dynamis, y más estrictamente a la comprensión de donde surgen.
La filosofía como dynamis es universalmente humana: todos los pueblos tienen visión del mundo, concepción de la vida, ideas o creencias sobre el puesto del hombre en el universo y el papel que está llamado a desempeñar, enraizadas en la comprensión condicha o con-dada en el hecho de ser hombre, en la con-dicción o con-dación humana. (Séanos permitido este juego derivativo).
2) Todos los supuestos de la cultura son estructuraciones de la comprensión primordial, pero no son permanentes y declinan con mayor o menor rapidez para dar paso a nuevas estructuraciones, podríamos decir a nuevos mundos. Esta su transitoriedad se debe en última instancia a que existen en el tiempo. Cuando declinan, la situación es propicia para una toma de consciencia que descubre su problematicidad. Semejante toma de consciencia no es espontánea porque la intención y la atención del hombre están generalmente dirigidas hacia el llamado mundo exterior y ocupadas en quehaceres culturales; de allí que se facilite más en épocas críticas, pero otros motivos pueden provocarla: el miedo a la muerte, el asombro, el encantamiento producido por el esplendor de las cosas, la angustia vital, el hastío y la cuita existencial.
Esta toma de consciencia, que problematiza lo hasta entonces inadvertido por obvio, puede conducir a una reflexión crítica que se enfrenta a los problemas descubiertos y trata de darles una solución inteligible, orientada hacia una interpretación coherente de la totalidad, interpretación que se problematiza a sí misma y trata de justificarse racionalmente.
El que así reflexiona pretende remontarse a los primeros principios y opera en forma conceptual. Habrá triunfado si logra darse una explicación razonante, autofundamentante de la totalidad, acompañada por las instrucciones correspondientes sobre la forma adecuada de conducirse, o, por la prueba de la infundamentabilidad de tales instrucciones.
Sin embargo, en el transcurso de esa reflexión total fundamental y final no deja de haber supuestos más profundos que pasan inadvertidos y que corresponden a prejuicios, a decisiones previas, de los cuales el reflexionante por no darse cuenta no se “da cuenta”, de manera que puede tener la ilusión de haber alcanzado su meta cuando en realidad se encuentra muy lejos de ella. Es más, sabemos que la reflexión racional parte necesariamente de supuestos irreductibles, se mueve dentro de límites ya dados. He aquí la finitud de la reflexión racional. Cuando el problematizador radical de lo obvio y de sí mismo inicia auténticamente la actitud y actividad reflexivas, se lanza ipso facto in medias res**; todas las cuestiones, por su estrecha relación e interdependencia, forman una sola: sin embargo es posible y, por razones metodológicas, conveniente distinguir aspectos en ese todo sistemático. Distinguimos tres. Podrían distinguirse más o menos; pero ninguna de las divisiones aspectales que se pueden proponer es absolutamente necesaria; todas subllevan inevitablemente una decisión, en último análisis irracional, sobre el criterio distinguidor. Distinguimos pues, tres, siguiendo aproximadamente la acentuación que se observa en la historia de la filosofía: a) reflexión sobre el ser, b) reflexión sobre el conocimiento, c) reflexión sobre el valor.
a) Se trata de un intento racional de concebir la totalidad de lo que es y el significado de ser. Implica este intento una renuncia previa a toda ayuda sobrehumana, concíbase esta como se quiera, por ejemplo como una revelación divina; implica, además, complementariamente, la decisión previa de apoyarse en el poder de la razón y operar de manera conceptual, es decir, utilizando solo recursos humanos. El pensamiento científico, que consiste en dividir la realidad llamada exterior en campos bien delimitados para estudiarlos de acuerdo con un método preciso, sobre supuestos aceptados e indiscutidos, persiguiendo un saber sistemático con posibilidad de plena realización, –el pensamiento científico es una derivación y degradación del pensamiento filosófico y solo puede surgir y desarrollarse sobre bases puestas por la filosofía–. La idea, por ejemplo, de que el universo es un todo coherente, gobernado por leyes accesibles al entendimiento humano –supuesto imprescindible de la investigación científica– tiene su origen en el pensamiento filosófico y es solo posible cuando este se sobrepone al pensamiento mítico.
b) El poder de la razón misma se ha problematizado y el conocimiento de la totalidad se ha puesto en tela de juicio al volverse el pensador sobre sí mismo, escindiendo sujeto y objeto, para preguntarse sobre la esencia del conocimiento, su origen, su extensión, sus tipos y, sobre todo, su validez: concepto y garantía de la verdad. En un principio, los esfuerzos encaminados a concebir la totalidad racionalmente se hicieron sobre un supuesto indiscutido, pero formulado desde muy temprano en la historia de la filosofía. Parménides escribió en forma lapidaria: “lo mismo es pensar y ser”. La estructura del ser y la de la razón son la misma. Aunque sin justificación, había allí, en semilla o en botón, una teoría del conocimiento. Pero no pasó mucho tiempo sin que el problema se convirtiera explícitamente en objeto de la reflexión que, después de múltiples ensayos, culminó en el monumental trabajo de Manuel Kant.
De la “revolución copernicana” que este hombre produjo en el filosofar, con su tratamiento del problema gnoseológico***, no se ha recuperado todavía el pensamiento filosófico: los más grandes pensadores actuales viven a la sombra de Kant.
No está de más apuntar que la ciencia, por su propia existencia, plantea problemas gnoseológicos, no en cuanto a su desarrollo interno o a su progreso ya que puede encarar sus dificultades y crisis inmanentes con los recursos de que dispone, sino en una dimensión diferente: la de sus fundamentos. Cada ciencia recibe de regalo el principio, el objeto, el método; pero la filosofía que tiene que buscar siempre su propio principio y cuyos métodos y objeto son problemáticos, investiga, en ocasión de las ciencias, sin negar la validez que estas tienen dentro de sus respectivos límites, sus condiciones de posibilidad, las razones que permiten su existencia y la sostienen. ¿No son acaso las ciencias creación del hombre? La filosofía yendo al origen, estudia el hecho del surgimiento de la ciencia y las condiciones que, en última instancia, lo posibilitan en el mundo del hombre.
c) El mundo del hombre está estructurado valorativamente. Su arquitectura está configurada por el sistema de valores predominante. Este determina el grado de importancia que se da a cada actividad, la atención preferencial que se dedica a unos objetos sobre otros e, incluso, la visión misma de los entes. Cada cultura y dentro de ella cada época, es ciega para ciertos aspectos de la llamada realidad exterior y, en cambio, muy vidente para otros. El estudio del vocabulario, la morfología y la sintaxis de las diferentes lenguas muestra este hecho con asombrosa claridad.
Pero cada cultura tiene, bajo todos los cambios en su estructura valoral exteriorizada, un fundamento valoral menos mutable que no puede destruirse sin producir el derrumbe de todo el edificio cultural, cuyas formas desarticuladas e individuos pasan a ser, en el mejor de los casos, material bruto en el desarrollo de culturas vivientes.
La reflexión filosófica, como tercer aspecto dentro de la triple división que hemos escogido, se dirige hacia el valor, lo tematiza, lo problematiza, toma consciencia de su orden jerarquizado, trata de descubrir su naturaleza, de determinar su modo de ser distinguiéndolo de los entes cósicos.
Desde esta perspectiva se presentan tremendos problemas: ¿hasta qué punto dependen los conocimientos –y la teoría misma del conocimiento– de valores subyacentes a la actividad cognoscitiva? ¿Hasta qué punto está la concepción filosófica de la totalidad, del ente y del sentido de ser denominada por valores previamente dados, en inadvertida vigencia? ¿No están las ciencias sustentadas y dirigidas por un valor supremo –la verdad– cuya naturaleza es problemática? ¿No parte la filosofía misma de una valoración del intelecto, de la razón, de lo conceptual, no se ha dado acaso en un ámbito cultural definido? Pero también se puede preguntar en dirección contraria: ¿no afecta el conocimiento la vigencia y hasta la validez de los valores relativizándolos? ¿No ha destruido ya muchos? O: la comprensión originaria del ser, la luz natural neutra ¿no será previa a los valores? ¿No dará la interpretación primigenia y absurda de esa comprensión las estructuras básicas sobre las cuales encuentran los valores su posibilidad de existencia? O: ¿hay valores ya dados en la desnuda condición humana, o son secundarios en orden de fundamentación, creados? ¿Es el valor una posibilidad de necesaria, pero variable realización? ¿ Hay una jerarquía absoluta de valores?
A esta reflexión crítica sobre el ser, el conocimiento y el valor –empresa teórica, conceptual, dirigida hacia la totalidad, buscadora de su propio principio, problematizadora de lo obvio–; a esta reflexión crítica en su actu-alidad, en su act-ividad, mientras sucede, mientras pone en movimiento al ser del meditador a esta reflexión crítica, en esta forma concebida llamamos filosofía como enérgeia o filosofar.
3) Ahora bien, la filosofía como enérgeia conduce generalmente a la producción de obras filosóficas. Los pensadores han ensayado respuestas a sus propias preguntas, soluciones a sus problemas teóricos y los han comunicado de viva voz o por escrito. Esas respuestas y soluciones tienden a articularse dentro de un todo coherente, dentro de un sistema de pensamiento. Perduran pasando por tradición de maestro a discípulo y adquieren cierta estructura cósica, son semejantes a objetos fabricados, a productos técnicos.
Los que adoptan un sistema filosófico suelen organizarse en escuelas que tienen por objeto el estudio, perfeccionamiento y difusión de aquel. Los integrantes de una escuela encuentran en el sistema que propugnan una estructuración racional de su concepción del mundo y de la vida y de su actitud ante ellos. Cumple pues el sistema una función estructuradora y orientadora del pensamiento y de la acción, además de proporcionar un esquema teórico dentro del cual se puede ubicar simplificándola y distorsionándola, toda la experiencia.
Un sistema filosófico puede degradarse aun más: puede simplificarse y aplanarse para lograr una divulgación más amplia y fácil y convertirse en expresión y justificación de los intereses y valores de una clase social determinada, y servir como arma para conservar privilegios o para destruirlos, en las luchas intraculturales.
A los productos del filosofar, a los sistemas de pensamiento, con su carácter de artefacto y su tendencia a sufrir degradaciones progresivas –refugio contra la intemperie existencial del hombre, organización de los contenidos de la consciencia desmitificada para mantener el equilibrio psíquico, arma intelectual de grupo–; a los productos del filosofar, pues, llamamos filosofía como ergon o filosofías y, en sus degradaciones más bajas, ideologías.
La filosofía como ergon tiene como perspectiva el poder ser utilizada como instrumento, manejada como cosa en el quehacer cultural. Pero no solo los sistemas son producto del filosofar. La reflexión crítica ya considerada inventa métodos, maneras de tratar los problemas; métodos y maneras que pueden adquirir cierta rigidez ajena a la filosofía como enérgeia, sobre todo cuando se usan de segunda, tercera o cuarta mano. Son los modelos de filosofar; a ellos los incluimos también en la filosofía como ergon.
Sin embargo la forma más sutil en que se presenta la filosofía como ergon es el estilo que caracteriza a la tradición filosófica desde sus comienzos. Ejemplo: se ha estilado siempre tratar el problema de la totalidad mediante divisiones topológicas, agotar el todo mediante su repartición en los departamentos de un esquema fundamental; así nos encontramos con mundo visible-mundo inteligible, materia-forma, cosa en sí-fenómeno, res cogitans-res extensa****, sujeto-objeto, etc. A esta división conceptual se agrega la búsqueda de un ente supremo, ente de los entes, ente originario que sirva de coronación a una jerarquía arquitectónica de la totalidad intelectualmente reconstruida. La filosofía como enérgeia, el filosofar, surge dentro de una tradición caracterizada por un estilo, modelos y sistemas, surge dentro de la filosofía como ergon. Un amplio conocimiento de la tradición, sin filosofar, además de ser necesariamente superficial, no pasa de ser árida erudición. Un filosofar que ignora la tradición es diletantismo: no logra la buscada relación directa con los problemas porque se encuentra bajo el imperio de la tradición, tanto más fuerte por cuanto opera secretamente desde la lengua, mundo que nos toca en heredad donde se han sedimentado los pensamientos más altos gastándose y banalizándose. Sin embargo, es interesante lo que resulta del diletantismo unido a la genialidad como en el caso de Federico Nietzsche, quien si bien estaba en muchos aspectos por debajo del nivel ya alcanzado en la tradición, se elevó sobre ella en ciertos puntos a alturas quizá no logradas todavía por el pensamiento contemporáneo. Deprimente es, en cambio, la erudición unida a la mediocridad como en el caso de tantos profesores e historiadores de la filosofía; pero su función como conservadores de la tradición no es de despreciar.
De manera pues que el filosofar (filosofía como enérgeia), se apoya en la tradición (filosofía como ergon) y se manifiesta como diálogo.
Pero en ese diálogo el ergon al ser representado en su origen, conduce a la primitiva enérgeia que lo produjo y que es la misma del filosofante, del nuevo interlocutor en el siempre renovado decir-contradecir-condecir actual y lúcido. Solo que es muy difícil, por no decir imposible, “desergonizar” la tradición completamente; su poder tiene como vimos, formas sutilísimas de vivir inadvertidamente. He aquí un aspecto de la finitud del pensador.
Ahora bien, lo que hemos descrito bajo los títulos: “filosofía como enérgeia” y “filosofía como ergon” no es universalmente humano. Se trata de posibilidades humanas realizadas solo en el ámbito de una cultura: la occidental. En efecto, el filosofar es una creación de los griegos, la tradición filosófica comenzó en Grecia; luego se extendió por toda la Europa occidental, cuya cultura está marcada indeleblemente por el espíritu griego. En todo el esplendor de su florecimiento diverso y diferenciado, la llamada cultura occidental despide una fragancia helénica; atravesando el tiempo, sus raíces más vitales se nutren en el suelo de Atenas, y tienen aire ático sus creaciones más altas, como peloponésico estruendo sus más hondas caídas. Si nos viéramos obligados a resumir en una sola palabra el destino de Occidente, diríamos “Filosofía”. Un ejemplo: fue la concepción filosófica griega de la totalidad como universo gobernado por leyes, accesible al entendimiento humano, inteligible, lo que posibilitó el surgimiento de las ciencias y su prometéica aplicación. Los griegos son responsables de ese signo tremendo y ambiguo que marca a la Era Atómica. Cuando al comienzo de este trabajo enumeramos los aspectos de la cultura en general no pretendíamos ser exhaustivos; sin embargo, la omisión de los aspectos filosofía y ciencia fue intencional. La filosofía y las ciencias son griegas. La técnica, dondequiera que se presente, supone prescripciones, recetas que, contempladas desde otra perspectiva, se convierten en fórmulas científicas, teoremas, leyes; pero esa otra perspectiva apenas entrevista por otros pueblos, fue abierta amplia y definitivamente por los griegos con su valoración del saber y del comprender como fines.
La gran civilización técnica, que tiende actualmente, por diversos medios, a imponerse sobre todo el globo terráqueo, no es concebible sin el desarrollo de las ciencias puras, nacidas en Grecia, alimentadas y llevadas adelante por la cultura occidental.
Poniendo ahora las cosas en su puesto hemos de decir: la cultura occidental no es el camino necesario de la humanidad. grandes pueblos han vivido durante milenios sin filosofía y sin ciencia porque han realizado otras posibilidades humanas más cónsonas con su idiosincrasia y con su peculiar interpretación del sentido de ser.
Una noción muy difundida de cultura en general la presenta como creación universalmente válida que tiene un centro generador móvil; se la compara, haciendo gala de pésimo gusto, con una antorcha que va pasando de la mano de un pueblo a la de otro; se mueve de oriente hacia occidente, nos dicen, como el sol; cada pueblo hace “contribuciones” más o menos importantes; algunos están a la vanguardia, otros se han quedado rezagados; existen pueblos “primitivos” que tienen por fuerza que civilizarse con la ayuda de sus hermanos mayores, y otros aun “subdesarrollados” que han de multiplicar sus esfuerzos para participar plenamente de los bienes y valores creados por Occidente, los únicos que pueden sacar a la humanidad de la “barbarie” para conducirla a su más alto destino.
No es difícil desenmascarar esta noción como sutil ideología occidentalizante erizada de juicios de valor. Sin esos juicios de valor ¿cómo se podría despreciar la cultura de los guahibos, la de los hotentotes, la de los esquimales, la de los motilones? ¿No son ellos también seres humanos que han inventado su forma de vida, sus palabras de terror, combate y esperanza, su danza de inestable equilibrio entre el ser y la nada, su cultura? ¿De dónde surge esa desmedida arrogancia que lleva a la cultura occidental a convertirse en juez y emperatriz de todas las demás?
La expansión de la cultura occidental se debe a contradicciones internas y a su espíritu fáustico y se apoya en el poderío técnico logrado, sobre todo después del renacimiento. Abusando de sus deletéreos artefactos y en olímpico desprecio de los valores de otros pueblos, los occidentales han destruido sin titubear; no hay lugar donde hayan entrado sin desmantelar no solo las formas exteriores de las culturas no europeas, sino y sobre todo su arquitectura interna hecha de materiales sagrados.
Las culturas no europeas han sido derrotadas debido a su inferioridad técnica y a su deslumbramiento ante los grandes juguetes mecánicos de Occidente –abalorios modernos que los llevan a olvidar sus valores más altos.
La única esperanza de los pueblos así derrotados consiste en tratar de conseguir que su derrota sea completa y definitiva. Nos explicamos: con sus templos profanados, sus dioses pisoteados, su quehacer tradicional desarticulado, su concepción del mundo dislocada por implacables invasores, los pueblos “subdesarrollados”, para librarse de la esclavitud, tienen que adoptar las formas culturales de sus opresores, usar sus armas materiales e ideológicas, aprender su ciencia y su técnica, emplear sus métodos de organización social. En caso de triunfo (independencia político-económica, autodeterminación), la derrota cultural no podría ser mayor: transformación completa de acuerdo con patrones extraños a su idiosincrasia, renuncia a sus rumbos creadores más auténticos, enajenación de si mismos. Para vencer a los pueblos colonialistas e imperialistas de Occidente, es necesario dejarse derrotar por su cultura.
Entre las cosas que les toca aprender, importándola como ergon (pero en la esperanza de ejercerla un día como enérgeia) a semejanza de sus amos y enemigos, está la filosofía, nervio central y destino de Occidente.
Repitamos que la cultura occidental no es el camino que aguarda a toda la humanidad, al cual se llega por determinismo intrínseco, sino la posibilidad humana realizada por Europa. Si hoy nos vemos ante la universalización de lo occidental, ello se debe a la fuerza expansiva y gran poderío técnico de esa cultura.
Porque la filosofía como dynamis no conduce necesariamente a la filosofía como enérgeia. La filosofía como dynamis es también arte como dynamis, religión como dynamis, mito como dynamis y puede conducir a formas no filosóficas de enérgeia en la reflexión sobre la totalidad. Los mismos motivos existenciales que conducen a la filosofía, pueden conducir a otras manifestaciones, y ¿quién sabe si la condición humana no puede abrirse a horizontes hasta ahora desconocidos?
III
Y ahora llegamos a un punto en que podemos formular con sentido una pregunta muy importante: ¿Pertenece nuestra patria, Venezuela, a la cultura occidental? De la respuesta a esta pregunta depende nuestra relación con la filosofía, con la única tradición filosófica del mundo, la occidental. Guillermo Morón dio a esa pregunta, en una de sus obras, la siguiente formulación: “¿Venimos de los griegos?”; formulación concisa, desafiante, plena de sugerencias.
Respondemos: Venezuela (podríamos decir Latinoamérica) está emparentada con la cultura occidental y descendemos de los griegos por línea bastarda. Somos un pueblo mestizo de cultura sincrética, surgida del encuentro traumático de tres tradiciones: la occidental, la india y la negra. Triunfó la occidental. La india y la negra fueron desmanteladas, desarticuladas, humilladas. Todas nuestras instituciones son creación de la cultura occidental; hablamos una lengua europea.
Pero ese triunfo es más superficial de lo que pudiera creerse: las formas culturales que tenemos no han calado profundamente en el material humano que intentan configurar.
Distinguimos, pues, por una parte, formas culturales europeas más o menos modificadas, y, por la otra, el material humano mestizo. Las formas culturales europeas fueron creadas por los pueblos occidentales en el transcurso de largos siglos de experiencia; desarrolladas y afirmadas en el enfrentamiento con sus propios problemas, son la manera peculiar en que esos pueblos han ido resolviendo sus problemas vitales. Entre nosotros tienen un afincamiento parcial, nos quedan flojas o apretadas; no son nuestras a pesar del bastardo parentesco que nos une a sus creadores.
El material humano no es de por sí totalmente amorfo, antes por el contrario está estructurado aquí y allá por restos fragmentarios de culturas no europeas; ni pasivo: lo arriman fuerzas creadoras que tienden a constituir y expresar la idiosincrasia mestiza, pero que no lo logran porque se encuentran oprimidas, inhibidas, enceguecidas por las formas europeas imperantes.
Esa nuestra idiosincrasia mestiza, que no ha podido manifestarse positivamente en la creación de formas culturales propias, se manifiesta, sin embargo, negativamente de múltiples maneras como oposición, obstáculo y entorpecimiento de las instituciones que nos rigen. Así tenemos: en el trabajo, el “manguareo”; en la educación sistemática, la “paja” o el “caletrazo” mal digerido de manuales por parte de los profesores, el “apuntismo” y el “vivalapepismo” por parte de los estudiantes; en la vida social, la “mamadera de gallo”; en la producción literaria y artística, el “facilismo” (los signos de un estilo literario y un lenguaje plástico propios se encuentran, pero hay que buscarlos mucho); en la política, el “bochinche”, el “caudillismo”, el “golpismo”; en las posiciones de responsabilidad el “paterrolismo” y el “guabineo”; en la lucha por el mejoramiento personal, el “pájarobravismo”, el “compadrazgo” y la “rebatiña”; en la religión, el “ensalme”, la “pava”, la “mavita”, el “cierre”, los “muñecos” y las “lamparitas”; etc., etc. Es evidente, por otra parte, que en los proyectos, quehaceres y opiniones predominan la emoción sobre el pensamiento, la magia sobre la razón, el mito sobre la historia, la corazonada sobre el cálculo frío.
Es asombroso lo que puede revelar la observación atenta de la arquitectura y la decoración interna en los diferentes medios sociales de nuestro país. La arquitectura, concreción de todos los aspectos de la cultura y camino hacia ellos, no ha sido utilizada hasta ahora como medio de autocomprensión nacional.
Un estudio de la lengua española en Venezuela, que fuera más allá de lo pintoresco y se dirigiera lúcidamente a los cambios fonéticos y sobre todo sintácticos, mostraría la presencia de factores que no pueden explicarse recurriendo solamente a las condiciones generales del cambio lingüístico intracultural. Un sistema simbólico como la lengua, usado por un pueblo que no lo creó y que por lo tanto no encuentra expresada en él su idiosincrasia, experimenta cambios peculiarmente sutiles, especialmente cuando recursos artificiales como la escritura y los medios modernos de difusión oral, mantienen aparentemente su integridad. Tal es el caso del idioma español en Venezuela (podríamos decir en Latinoamérica); pero los estudios hasta ahora emprendidos son miopes; más allá de la colección de “americanismos”, los pasos dados son tímidos y cortos porque les ha faltado una hipótesis de trabajo de gran aliento.
Ahora preguntamos: si esas oscuras fuerzas creadoras, que constituyen lo más auténtico de nuestro ser y que no han podido manifestarse sino negativamente, tuvieran libre campo de acción, fueran liberadas de la red de estructuras formales que las ocultan y oprimen ¿a dónde conducirían? ¿qué nuevas formas generarían? ¿a qué cultura insospechada darían nacimiento? Es de imaginar que entonces pelearíamos combates íntima y auténticamente nuestros, con total compromiso, en ejercicio de nuestra originaria libertad, con la más genuina autonomía existencial.
Pero cualquier respuesta a estas preguntas es ociosa, ya que, por las razones anotadas para los pueblos no occidentales, reforzadas en nuestro caso por el parentesco señalado y por la no estructuración autónoma de nuestra idiosincrasia, todas las actividades conscientes de la nación están dirigidas hacia el logro de la plena vigencia de las formas de vida y valores creados por la cultura occidental.
En efecto, la gestión de los gobiernos, los programas de los partidos políticos, la aspiración formulada de la “gente bien” –a pesar de las profundas diferencias con respecto a método– tienden a la realización de una vida larga, saludable y cómoda para todos; al desarrollo ilimitado de las ciencias y de la técnica para conocer bien el medio físico-biológico-histórico-psíquico y dirigirlo racionalmente poniéndolo “al servicio del hombre”; al refinamiento del espíritu mediante el cultivo de las artes, las letras y el pensamiento europeos; etc. Poner en duda la suprema jerarquía de este ideal significaría desafiar la ira de los dioses, poseer una absurda vocación de martirio o estar irremediablemente loco. ¿Quién podría u osaría en nuestro país oponerse, por principio a la erradicación de las enfermedades y de la ignorancia; a la industrialización; a la introducción del logos, de la ratio, del cálculo, de la planificación en la agricultura y la cría, en la construcción de viviendas, en la producción de bienes de consumo; a la transformación de nuestra mentalidad mágica en una mentalidad lógica? Los estadistas, los políticos, los economistas, los maestros y profesores, con mayor o menor buena fe y acierto, están embarcados en esta empresa. Los divide, en el fondo, la diferente interpretación de la propiedad y de la libertad, diferencia que refleja el conflicto actual entre las grandes potencias.
¿No se consagra definitivamente un intelectual, un artista, un investigador científico si sus obras son aceptadas y admiradas en Europa como “contribuciones originales” en el campo respectivo? ¿Y no debería ser su aspiración mínima estar “al día” con los movimientos europeos en la rama del hacer cultural a que se dedica?
Ante semejante estado de cosas, la filosofía en Venezuela puede concebirse de varias maneras:
a) Como una de las tantas cosas y actividades que importamos como ergon, en el deseo esperanzado de practicarla un día como enérgeia para llegar al más alto nivel de la cultura occidental. Esta no nos es extraña: su participación en nuestro surgimiento como pueblo y como república ha sido de la máxima importancia. La adquisición de la tradición filosófica europea y el intento de desarrollarla entre nosotros son deberes inaplazables, porque de lo contrario nos moveríamos en un diletantismo intelectual vergonzoso que no nos dejaría ocupar puesto alguno en la mesa donde dialogan los grandes pensadores de la cultura buena y verdadera. Tenemos escuela de filosofía en las facultades de Humanidades de Caracas y Maracaibo; en el bachillerato humanístico la materia filosofía se explica durante un año; en otras escuelas y facultades no deja de haber de vez en cuando un curso de introducción a la filosofía o historia de las ideas. Ilustres españoles han sacrificado su vida en el noble empeño de enseñárnosla. Si hoy en día imitamos en forma balbuciente al último filósofo que haga “bulla” en Europa o nos concentramos en el estudio de algún grande del pasado, con ostentación y aires de profundidad, llegará el día en que tengamos contacto directo con el espíritu de esa tradición y podamos encarnarlo.
b1) Debe enseñarse una sola filosofía (ergon) la que ha sido diseñada para conducir al hombre a su completa liberación; la que en conocimiento de las leyes que rigen la historia puede predecir el porvenir; la que hace consciente a cada quien del momento histórico en que le ha tocado vivir y le señala su papel; la que se apoya en el desarrollo de las ciencias apoyándolo a su vez; la única que tiene la historia a su favor. La verdad sobre el mundo y el hombre se conoce ya, solo hace falta difundirla, predicarla. Cualquier falla que se crea o se quiera ver en su luminosa estructura, depende del lente interesado con que se mira. Cualquier falla auténtica será pulida, corregida, dejada atrás, pues no se trata de una anquilosada estructura dogmática, sino de un sistema orgánico en perpetuo movimiento dialéctico; solo las leyes fundamentales, máxima conquista del intelecto humano, permanecen inalterables, porque son las leyes de desarrollo de la realidad misma.
b2) Debe enseñarse una sola filosofía (ergon) la que es antesala de la fe y, por lo tanto, de la salvación del alma; la que, en conocimiento de la revelación divina, es capaz de orientar a cada hombre durante su tránsito por la tierra y prepararlo para la eternidad; la que, sin negar la razón, la transciende por el amor; la única que tiene a dios de su parte. La verdad sobre el mundo y el hombre se conoce ya, la revelación ha sido explicada y estructurada racionalmente sobre bases sagradas; solo hace falta predicarla, difundirla, vivirla. Aunque el reino del hombre no es de este mundo, se puede y se debe remediar lo que es remediable, la injusticia social, la miseria; pero no por la violencia, sino por la comprensión y el amor. Existe ya una doctrina clara y bien articulada para lograr este fin.
(b3), (b4), (b5), (b6), etc.
c) La filosofía –y todo lo que “por allí humea”– es cosa abstrusa que no sirve sino para complicarse la vida.
d) Sin despreciar la tradición filosófica europea –hemos dedicado y dedicaremos largos años a su estudio; donde quiera que se filosofe auténticamente habrá de recorrer el pensador sus laberínticos caminos, sufrir sus aporías–; sin menospreciar la estremecedora potencia de las ideologías como artefacto de combate en las luchas intraculturales que producen el cambio, impulsadas por tremendas contradicciones y en rumbo hacia ideales inciertos y cambiantes –los grupos, clases, pueblos en pugna, tienen el derecho y la necesidad de forjarse armas ideológicas–; sin escarnecer al hombre que nace, crece, se reproduce y muere de acuerdo con los patrones culturales que lo “formaron”, jamás poniéndolos en tela de juicio, asomándose nunca a sus propios abismos –ser hombre es de por sí ya bastante difícil como para agregarle adrede los problemas de la reflexión filosófica; los muchos aceptan la parte que les toca, se enardecen en su puesto de combate o se encogen bajo los golpes, saborean su mendrugo de amor y pagan puntualmente su cuota de dolor a la vida, no reintrogrediendo intencional y explícitamente su situación–; sin agredir, en suma, ninguna de esas concepciones y actitudes, dejándolas vivir en su plano, distanciándolas como dados, consideramos que es posible y urgente para los que en nuestro país se aplican a la reflexión filosófica romper la enajenación involucrada en el hecho de instalarse totalmente en cualquiera de ellas, buscar nuestros estratos más profundos y, en aceptación de lo que somos como pueblo, emprender la interpretación de nosotros mismos.
Más acá de los conflictos intraculturales, más acá de la tradición europea, más acá de las formas indias y negras que en extraño sincretismo conviven con las occidentales, más acá de la cultura que no hemos inventado, está nuestra idiosincrasia de pueblo, la concreción singular de lo humano en esta tierra nuestra. Pero más acá aun, aquí mismo, centro primigenio, nuestra libertad y nuestra finitud irremediables.
Hemos alienado nuestra radical libertad, por eso las oscuras fuerzas creadoras de nuestro pueblo no pueden manifestarse sino negativamente. A un enfrentamiento de nuestra libertad consigo misma sólo podemos venir por un camino de regreso que atraviese lúcidamente todos los estratos hasta llegar aquí.
Al rechazar y condenar las manifestaciones negativas de nuestra idiosincrasia –oscura y pertinaz defensa en que fulgura la sangre fecunda de dioses mestizos degollados– no hacemos sino enajenarnos más y más.
Para que pueda surgir un filosofar venezolano o un filosofar en Venezuela, una reflexión genuinamente nuestra dirigida a la totalidad, interpretadora del ser y la nada, del conocimiento y del valor, para saber o hacer nuestro destino, para decir nuestro ser y ser nuestro decir tenemos que emprender un largo viaje hacia nosotros mismos.
Notas al pie:
* Si, como decía Parménides, hay una identidad entre Ser, Pensar y Decir; la “manera de pensar” (traducción de modus cogitanti) de una persona es idéntica a su forma de actuar y a su discurso.
** Accionar inmediatamente en medio del asunto. Es propio de la filosofía empezar el asunto en un punto donde al parecer ya está bastante avanzado. Ex- tendiendo este concepto, es común descubrirse, o darse cuenta de algo cuando se está allí. La vida enseña que las cosas empiezan a veces de golpe, y no como sería “lógico”, por orden o sucesión.
*** Esta denominación se le da a toda la teoría que se produce en torno al tema del conocimiento, al acto de conocer. Es parte de una terminología técnica que ayuda a estudiar la filosofía de un determinado autor, o un sistema de pensamiento.
**** Momentos que describe el filósofo René Descartes, cuando se descubre en su “pienso, por tanto existo”. Primero describe que ese “pienso” lo emite una cosa que piensa (res cogitans), luego cabe reconocer que esa cosa se vale de un estado físico, mudable, flexible, algo que se “extiende” (res extensa) en el espacio.