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La constelación de grandes directores italianos es tan deslumbrante que autores gigantescos como Ettore Scola pasan por debajo del radar, opacados por los mitos de Fellini, Visconti, Rossellini, De Sica, Pasolini o Antonioni. En cualquier otro país, Scola estaría en el panteón de las leyendas. Especialmente por su musculosa producción de los setenta, lanzado a tumba abierta al cine más descarnadamente político sazonado con algunos toques de la commedia all’italiana en la que se inició.
Ya en Nos habíamos amado tanto (1974) trazó la crónica del desencanto de tres amigos de la resistencia partisana que, finalizada la guerra, deben adaptarse a los nuevos tiempos. La paz trajo consigo una democracia insatisfactoria, un desarrollismo avasallador y una sociedad cínica en extremo. Los protagonistas buscan su lugar en un país muy diferente al que habían imaginado, sabiendo que traspasarán líneas rojas que consideraban infranqueables y se olvidarán de objetivos que pensaban irrenunciables. En la guerra, al menos, tenían claro quién era el enemigo.
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Una jornada particular es un no menos devastador retrato de la Italia de Mussolini a través del inesperado encuentro de Antonietta y Gabriele, dos seres marginados en un sistema brutal que no tolera ni la diferencia ni la ternura. Durante ese día supuestamente especial —la visita de Hitler a Roma—, ambos se dispensarán recíprocamente algo de calor, comprensión y cariño.
Scola es inmisericorde con el fascismo: violento, misógino, grotesco, homófobo, vulgar, zafio… Su burda propaganda, a fuerza de ser repetida en bucle —en la película, mediante una radio omnipresente— se pega al cerebro de la gente conformando una sociedad gris y sumisa que idolatra a sus jerarcas o, al menos, los tolera: “Uno acaba por amoldarse a lo que piensan los otros, aunque no tengan razón”, reconoce, fatalistamente, Gabriele. Los fascistas que aparecen en el film son peones de las clases populares, desde el conserje de un ministerio hasta la portera de un edificio que más parece un búnker. El peor pecado es no ser leal al movimiento. Como dice un personaje, puedes ser incluso un canalla a condición de que no seas desleal. Todo ciudadano se convierte en un delator en busca de antifascistas. La fotografía de la película subraya esta miseria moral con un desvaído tono sepia en el que solo resalta el rojo de las banderas nazis.
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Ante la avalancha autoritaria, Scola propone soluciones desde el humanismo: la empatía, el reconocimiento del otro, el diálogo a partir de la escucha franca y sincera, la tolerancia hacia la diversidad, la suspensión del juicio moral ante aquello que no se conoce… Y como principal arma de lucha esgrime la cultura, simbolizada en el ejemplar de Los tres mosqueteros que Gabriele le regala a Antonietta. No es casual la obra elegida. Los tres mosqueteros no es solo una novela de aventuras. También es un duro alegato contra las tiranías. Aunque Alejandro Dumas situó la acción en el siglo XVII, sus dardos estaban dirigidos contra el agonizante reinado de Luis Felipe de Orleans. En 1848, cuatro años después de la publicación del libro, cayó la monarquía y se instauró la Segunda República.
Al igual que Dumas, Ettore Scola se fue al pasado para hablarle al presente. En los setenta la ultraderecha resurgía en Europa, espoleada por la crisis global. En Italia rozaba los tres millones de votos, en buena parte procedentes de unos jóvenes que recibían una visión idealizada de Mussolini frente al rampante desempleo, la extensión de la pobreza y el incremento de la inseguridad que padecían. Era obligado un ejercicio de memoria. Había que recordar que aquel no fue un mundo feliz, sino un paisaje de camisas pardas y puños de hierro; silencios colectivos y cabezas gachas; amputaciones del cerebro y del espíritu; olores agrios y paisajes ocres… Quizás su esfuerzo fue en vano: hoy gobierna Italia una reivindicadora del fascio.
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Toda la fragilidad y la vulnerabilidad de los excluidos se encarna en la pareja protagonista, Sophia Loren y Marcello Mastroianni. Nunca su dupla alcanzó tantas cotas de emoción. Su condición de iconos eróticos era un reclamo para la taquilla, de ahí que los productores los juntaran hasta en nueve largometrajes. Pero aquí se despojan de todo glamour y no solo en el aspecto físico: sus almas están igual de maltratadas que sus ropas.
Scola rodó la película con el carné del partido entre los dientes (en toda Europa, en aquella época “el partido” era el Partido Comunista). No era un caso único: Francesco Rosi, Pasolini, Visconti, Elio Petri… Todos ellos militaban o eran cercanos a formaciones políticas. Sería imposible en la actualidad: al artista se le exige asepsia partidaria.
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Pero esa militancia no los abocaba al sectarismo. Al contrario. Adheridos al concepto de intelectual orgánico de Gramsci, espoleaban el debate y la crítica, confrontaban los axiomas y mantenían un sano escepticismo ante los dogmatismos. Eran el tábano de Atenas que predicaba Platón, ese insecto que debía aguijonear a la sociedad para que avanzara. Tampoco se detectan intelectuales orgánicos hoy en día. Todo lo más, constructores de relatos para justificar las acciones de partidos o gobiernos con independencia de que estas se ajusten a los valores que dicen encarnar.Con esa voluntad agitadora Scola interpela en Una jornada particular a los rincones más reaccionarios del progresismo de su tiempo al poner en primer plano la homofobia y el machismo. La discriminación de las mujeres no estaba en la agenda de la izquierda. Era la expectativa eternamente postergada: primero, la lucha de clases; lo demás llegaría después, casi por inercia. Con respecto a la homosexualidad, el comunista promedio era igual de cavernícola que sus antagonistas de la derecha. Scola se reafirma en que un proyecto político que no incluya la diversidad sexual y la perspectiva de género no puede ser de izquierdas y además, le abre la puerta al fascismo. Hoy diríamos que no solo no puede ser de izquierdas, sino siquiera democrático, y que le sigue abriendo la puerta al fascismo.
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