¿Cómo luchar cuando la rival es una persona fallecida? Es la pesadilla a la que se enfrenta una ingenua joven que se casa con un millonario cuya primera esposa murió en trágicas circunstancias. A partir de la premisa de la novela de Daphne du Maurier, Alfred Hitchcock dirige una película a mitad de camino entre el suspense, el drama psicológico y el terror gótico. Es la obra mayúscula de un autor al máximo de sus capacidades, con un insultante dominio del medio para contar una historia de la forma exacta en que quiere contarla.

La llegada de los felices recién casados a la suntuosa mansión –el castillo de Manderley, un personaje más de la película, tan mítico como el motel de Psicosis– ya presagia el laberinto emocional que le aguarda a la protagonista. La puesta en escena es arrebatadora: bajo una lluvia torrencial, Manderley aparece como una visión de pesadilla por el hueco que deja el limpiaparabrisas del automóvil. Hitchcock demuestra igual mano maestra al recorrer las asfixiantes dependencias del castillo. No es exhibicionismo vacío: con cada encuadre, el espectador toma conciencia de la enfermiza atmósfera en la que se desarrollará la trama.
El fantasma de Rebeca, la esposa muerta, lo invade todo. La inicial de su nombre, presente en agendas, tarjetas de invitación, ropa de cama, se yergue como una presencia amenazante sobre la nueva señora de Manderley. “Señora” solo sobre el papel, porque los sirvientes y amigos de la familia, con sus continuos recuerdos de la gracia, el ingenio, la belleza y la elegancia de la desaparecida, la relegan al papel de una invitada no deseada. Y al frente de todos ellos, la siniestra ama de llaves, depositaria de la memoria de la fallecida y uno de los personajes más retorcidos de la amplia galería de delirantes hitchcockianos.
La escena en la que el ama de llaves le enseña a la nueva esposa los aposentos de Rebeca es una muestra del refinado y a la vez perverso talento que había alcanzado Hitchcock. Es de una violencia casi insoportable, aunque ambas se conduzcan con exquisita delicadeza. A la vez, revela todo el drama interno de la sirvienta, sin que por ello haya que contar absolutamente nada de su pasado, tan solo que llegó a la mansión acompañando a la difunta esposa. Acaricia con mimo su abrigo de pieles, toca la delicada ropa interior e introduce una mano en el camisón de noche para demostrar su transparencia. Todo indica que sus sentimientos por Rebeca fueron más allá del simple afecto.
El genio británico, más entomólogo que nunca, no empatiza con ningún personaje. Para él, son arquetipos que analizar en busca de las causas más ocultas de sus oscuros comportamientos. No se compromete con ninguno de ellos, ni con la frágil nueva esposa, ni con ese marido castrado sentimentalmente ni con la devota criada que más parece reptar como una serpiente que caminar como un ser humano. El trío actoral –Joan Fontaine, Laurence Olivier y Judith Anderson– fue sometido a un tour de force que les exigía un distanciamiento milimétrico de sus papeles. Ni tan lejos como para ausentarse del interés del público ni tan cerca como para perder de vista la frialdad quirúrgica. Salieron airosos del envite con una triple nominación al Oscar, aunque ninguno lograra concretarla.

Por supuesto que tratándose de Hitchcock nada es lo que parece. Toda su habilidad para el suspense queda patente en la última media hora final. Las veladuras que encubrían el misterio van cayendo, a la vez que caen las últimas capas morales de los personajes. En realidad, sus finales felices nunca lo son. Resueltos los conflictos, el espectador siempre tiene la sensación de que los protagonistas ya nunca serán los mismos, que jamás podrán retomar sus vidas ni acercarse a algo mínimamente parecido a la felicidad. Han quedado espiritualmente incapacitados. Es sobrenatural como Hitchcock repite este no happy end una y otra vez y siempre consigue sorprender. Incluso, y esto es lo verdaderamente milagroso, aunque ya se haya visto la película…
