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Frank Capra fue el gran cronista del American Dream. Sus películas apuntalaban los valores sobre los que se construyó la narrativa mitificadora del país de las oportunidades para hombres y mujeres libres. Con los buenos sentimientos como bandera, se convirtió en uno de los pilares de la Edad de Oro de Hollywood. No es de extrañar que cayera en el olvido a partir de los sesenta. Estados Unidos ya había perdido la inocencia y el público prefería historias del lado oscuro de ese Sueño Americano. El propio Capra se rebelaba, no de forma muy elegante, contra el nuevo orden cinematográfico: las pantallas, decía, se habían llenado de asesinos, drogadictos, homosexuales y prostitutas.
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Sin embargo, su obra, vista en la actualidad, tiene una sorprendente carga subversiva. Algunas de sus historias hoy serían tachadas de radicales. Ya en American Madness, rodada en plena Gran Depresión, el director de un banco apuesta por liberar préstamos para clientes y empresarios como forma de dinamizar la economía frente a un consejo de administración que quiere guardar el dinero en el cajón. Nótese la diferencia con lo sucedido en 2008, cuando la banca internacional cortó los flujos de crédito, hundiendo al mundo en una recesión de la cual aún no se ha salido, a la vez que se inyectaban toneladas de fondos públicos a esa misma banca porque era “demasiado grande para dejarla caer”. En Mr. Deeds Goes To Town va un paso más allá: un hombre de pueblo que recibe una herencia millonaria reparte los terrenos recibidos entre campesinos desempleados: la tierra para quien la trabaja… Y en Mr. Smith Goes To Washington fustigó a la burocracia parlamentaria con tal saña que senadores y congresistas emprendieron una campaña en su contra que a punto estuvo de apartarlo de las cámaras para siempre.
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Eran propuestas audaces para tiempos convulsos: una devastadora crisis económica, el ascenso de los fascismos en Europa, la Segunda Guerra Mundial a la vuelta de la esquina… En este siglo XXI de desnortado pesimismo, con voces que alertan de un escenario similar al de los años treinta, lo que parece haberse perdido es el atrevimiento de buscar soluciones heterodoxas a los problemas de siempre.
El argumento de Juan Nadie tampoco es ajeno a nuestros tiempos: un magnate trata de capitalizar el descontento popular con el indisimulado propósito de alcanzar la Presidencia de los Estados Unidos: imposible sustraerse a una lectura contemporánea. Para lograr su objetivo monta una gigantesca fake new: un supuesto ciudadano anónimo –el Juan Nadie al que hace referencia el título- va a mostrar de una forma definitiva su hartazgo con la clase política, la corrupción, las élites y la inoperancia del sistema lanzándose desde el último piso del ayuntamiento la noche de Navidad.
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Con este punto de partida, Capra desarrolla los dos grandes temas que permean toda su filmografía. Por una parte, la reivindicación de la acción del pueblo como solución a los momentos de gravedad. Pero el concepto de pueblo que maneja el realizador dista mucho del manoseado constructo que se manipula desde todos los lados del tablero político. Para Capra, el pueblo no es ni un agregado de individuos ni una masa informe. En su imaginario construye una comunidad unida por vínculos de afectos y vecindades y cuyas relaciones están presididas por la solidaridad y el apoyo mutuo. Es un grupo que no se mueve por la competitividad, sino por una identidad común y la certeza de avanzar sin dejar atrás a nadie.
Su otra fijación es la defensa a ultranza del edificio democrático, con todos los complejos contrapesos que garantizan su pervivencia, desde la separación de poderes hasta los derechos civiles y las libertades públicas; desde una prensa independiente y veraz hasta una sociedad organizada y movilizada; desde el respeto a la voluntad popular expresada en elecciones libres hasta la igualdad de las personas con independencia de su clase, nacionalidad, género o color de piel. En efecto, Frank Capra sería visto hoy como un elemento altamente sospechoso. Su caso es similar al de John Ford. Etiquetados como conservadores, ambos dinamitarían el discurso hegemónico de estos tiempos.
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En términos cinematográficos, Juan Nadie es un ejemplo paradigmático del estilo diáfano que caracterizó el cine clásico de Hollywood. Todo está al servicio de la narración: la puesta en escena, los encuadres, los movimientos de cámara, el montaje… Ningún alarde técnico puede distraer al espectador de la historia que se está desarrollando ante sus ojos. Y, por supuesto, no existe un solo elemento que revele que se trata de un artificio. El público debe creer –o mejor, sentir- que lo que está viendo es real. Parece algo muy fácil, pero realmente está al alcance de muy pocos. Y dentro de esos pocos, Capra brilló con una luz especial. Juan Nadie se despliega con la fluidez etérea de la sencillez, que no conviene confundir con la simplicidad.
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Capra contó con una dupla de estrellas del más alto nivel. Gary Cooper y Barbara Stanwyck eran en aquel momento los asalariados hombre y mujer mejor pagados de Estados Unidos. La química entre ambos traspasa la pantalla. Ella, como la periodista urbanita, espabilada y ambiciosa. Él, un ingenuo pueblerino, bondadoso e inocente a partes iguales (meses más tarde repetirían la jugada en Bola de fuego, una retorcida y lúbrica vuelta de tuerca al cuento de Blancanieves). No obstante, el protagonista masculino se distancia de los héroes de una pieza que Cooper solía encarnar. Su personaje, si bien acuciado por la necesidad, accede a participar en el fraude. Él también es culpable. Y es el reconocimiento de esa culpabilidad la que teñirá de amargura la parte final de la película. En la década de los cincuenta, Gary Cooper sacaría partido a esos papeles de héroes con zonas oscuras en títulos tan sólidos como Solo ante el peligro, Vera Cruz, El árbol del ahorcado o El hombre del Oeste. Su temprana muerte, con apenas sesenta años, nos privó de una madurez actoral que se prometía fascinante.
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Orbitando en torno a ellos y dando vida a la urdimbre de arquetipos que conforma este tapiz de lo social que es Juan Nadie figura lo mejor de la legendaria escuela de actores de reparto de Hollywood, nombres ya olvidados –si es que alguna vez se conocieron- pero rostros que se reconocen de inmediato cuando pasan alguna vieja película por televisión. Walter Brennan, un auténtico robaplanos de las estrellas que acompaña a Jack Nicholson y Daniel Day-Lewis como los únicos actores con tres Oscar a la interpretación masculina. Aquí es un vagabundo ácrata, refractario a cualquier bien material que lo pueda esclavizar y cuyo único objetivo es ir saltando de tren en tren, siempre en perpetuo movimiento. Edward Arnold, cuya presencia a la vez magnética y perturbadora lo convirtió en uno de los villanos más fascinantes de la historia del cine. De haber coincidido en el tiempo, Martin Scorsese lo habría fichado para encarnar a alguno de sus capos mafiosos. James Gleason, siempre lidiando con personajes de moral ambigua, colaboradores necesarios del mal, pero con la lucidez de dar un golpe de timón antes de que todo se venga abajo.El cine de Frank Capra ya no volverá. Es imposible un Juan Nadie posmoderno. Quizás haya cambiado el público, tal vez las propias películas, a lo mejor es el signo de los tiempos o probablemente sean las tres cosas juntas. Sus historias remiten a una época donde la audiencia entraba a una sala a dejarse engañar, a asumir el pacto tácito de que lo que estaba viendo en la pantalla era real, a sabiendas de que una vez que se encendieran las luces la verdadera realidad, con toda su crudeza, especialmente en un tiempo como aquel, se impondría…
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