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La edad de la inocencia (Martin Scorsese, 1993)

Alejandro Fierro Por Alejandro Fierro
18 mayo, 2025
en Cine, Columnistas MK, que grande era el cine
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El crítico Alejandro G. Calvo sostiene que La edad de la inocencia es la película más violenta de Scorsese porque nada hay más devastador que el amor no correspondido. Es una afirmación un tanto atrevida, pero lo que sí es cierto es que el destructivo romance imposible entre el atildado Newland Archer y la Condesa Olonska es su historia más dolorosa.

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El filme fue recibido como una anomalía en la carrera de Scorsese. El realizador abandonaba los duros relatos contemporáneos de los bajos fondos y se lanzaba a tumba abierta a un melodrama de la alta sociedad decimonónica con esta adaptación de la novela homónima de Edith Warthon. Tan solo se mantenía fiel a su Nueva York natal, cambiando las sórdidas calles de los barrios por las elegantes mansiones de Park Avenue.

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Sin embargo, La edad de la inocencia guarda más conexiones con el resto de su filmografía de lo que pudiera parecer. Como en tantas otras de sus películas, los protagonistas se ven atrapados por los rígidos códigos de sus respectivos grupos. Para Scorsese no hay diferencia entre la mafia y las élites: comunidades cerradas, casi tribales, que castigan lo que entienden como traición. Tan solo se diferencian en las formas. Unos son hoscos y mal encarados; los otros apuñalan con suaves maneras y exquisitos modales que pueden hacer tanto daño como las balas. Lo que sí que resulta curioso es que el director empatiza más con los matones de sus filmes de gánsteres que con los próceres de la sociedad, a quienes retrató de forma inmisericorde. Tal vez afloraron sus orígenes emigrantes de familia humilde, con una instintiva aversión a la aristocracia, o quizás es que valoraba más la brutal honestidad del hampa que la meliflua hipocresía de los plutócratas.

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Scorsese tuvo muy presentes los dramas de época de Visconti, de Senso a El Gatopardo o Muerte en Venecia, con sus personajes zarandeados por pasiones incontrolables que ponen en peligro el equilibrio de sus privilegiadas vidas. Llegado el momento, tendrán que elegir. También siguió al maestro italiano en la meticulosa reconstrucción del mundo que habitan: sus mansiones, el vestuario, los diferentes objetos… La edad de la inocencia es un festín para los sentidos, con una fascinante atención por el detalle y un diseño de producción asombroso a cargo de un equipo capitaneado por Dante Ferretti, uno de los gigantes de la dirección artística, anónimo para el gran público a pesar de que atesora tres Oscars y hasta once nominaciones. Imposible no rendirse ante la minuciosa recreación de los banquetes, cada uno de ellos rodado de forma diferente, algo que Scorsese ya hizo en Toro salvaje para filmar los combates de boxeo. El majestuoso baile inicial, que remite al de El Gatopardo, es un alarde absoluto de virtuosismo cinematográfico. El filme es, sin duda, uno de los mayores logros del italoamericano, que demostraba haber alcanzado un dominio absoluto del medio. Conociendo su mitomanía cinéfila, el mejor halago que se le puede hacer es que alcanzó la misma cualidad pictórica que los trabajos del admirado Visconti.

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Daniel Day-Lewis fue la extensión en la pantalla de la sensibilidad de Scorsese tras la cámara. El actor anglo-irlandés, uno de los mayores talentos de su generación, construyó a Newland Archer a partir de la contradicción entre el torbellino emocional en el que se ve envuelto y la contención flemática a la que le obliga su posición. Hay momentos en los que su rostro parece una caldera en ebullición a punto de estallar. El espectador siente que hay una cierta injusticia en que sea precisamente él quien sufra este tormento de amor. Al fin y al cabo, Archer es uno de los sujetos más honestos y razonables de ese microcosmos ponzoñoso en el que ha nacido, crítico con los vicios y excesos de su casta y refractario al veneno vertido en cada reunión. Su esposa actúa como contrapunto que acentúa la compasión del público. Ingenua e inserta sin cuestionamientos en su círculo social, a la hora de la verdad comprende de forma absolutamente instintiva los resortes que garantizan la supervivencia de su especie. Demuestra auténtica conciencia de clase, que es en el fondo el gran tema de la película.

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La otra gran actuación no es vista, sino escuchada. La magnética Joan Woodward ejerce de narradora, leyendo pasajes de la novela. El timbre hipnótico de su voz, la calidez de su timbre y la prosa decidida de Edith Warthon, sumergen al público en un universo a la vez literario y fílmico, como si alguien al borde de la cama estuviera leyendo un cuento y el oyente pusiera imágenes a las palabras. Pero ni siquiera al final el lector-oyente-espectador sabrá si se trata de una historia de amor o de terror.

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Comentarios 1

  1. Fernando Briceño Alvarez says:
    3 semanas hace

    Se desdibuja en este comentario la acertada construcción de Madame Olenska por Michelle Phieffer que hace contrapunto a Mrs. Archer

    Responder

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