La Macarena es un pequeño local de música electrónica, un pequeño búnker insonorizado que se llena cada noche, un club en el que, al decir de muchos, se oye la mejor música electrónica de España, y de los mejores de Europa. Una sala cuadrada de paredes desconchadas cruzadas por vigas de acero y techo alto del que cuelgan los focos de luces rojas, blancas, estroboscópicas, que pendulan y bailan junto a los clientes al ritmo de la música, la cabina del DJ en el centro y la barra en el fondo, y también unas escaleras imposibles, terror de los borrachos (si es que los borrachos sienten terror, protegidos como están por su santo patrón San Urbano), que llevan al segundo piso en donde hay un par de minúsculos lavabos, un lavamanos y un guardarropa que también sirve de depósito. Eso es todo. No necesita más para ser uno de los locales emblemáticos de Barcelona, España y Europa.
Llego a las 12:20, como cada noche. Me dirijo directamente a la barra para servirme mi primer whisky con agua, de los cuatro o cinco que tomaré hasta que por fin decida salir a la calle para enfrentarme con mis clientes habituales, con la jauría borracha y drogada ansiosa de juerga que se irá aglomerando frente a la puerta. No negaré que cada noche retraso más ese encuentro. No negaré, tampoco, que tengo ciertos privilegios y que usualmente no me dan por culo y me dejan, más o menos, hacer lo que me da la gana. Libertad que trato de usar de la manera más responsable que puedo, dejando en claro que no soy perfecto y que tiendo hacia la pereza y el abatimiento.
Manuel Sánchez se acerca a la barra. Nos tomamos un par de chupitos mientras conversamos, nos contamos las últimas novedades y trazamos las estrategias de la noche. Pero en realidad no hay estrategias que trazar. Solo lo hacemos por joder, para divertirnos un rato. Afuera es la ley de la jungla y actuamos según como vaya viniendo, nos reinventamos cada noche. Es un proceso agotador. Es pura adrenalina, pura efervescencia. Es como si una prensa enorme estuviera sobre ti presionando y presionando, constantemente, sin descanso, insistente y malparida, para que cedas y te derrumbes sobre el piso. Pero nosotros no nos derrumbamos. Tenemos la espalda hecha polvo, pero no nos derrumbamos. Aunque es justo decir que yo siempre estoy al límite, siempre a punto de venirme abajo. Y si no sucede es porque Manuel está allí para sostenerme y levantarme en el último segundo. Y no sé si agradecérselo o putearlo, porque qué bien que se siente dejarse ir, relajarse, aflojar los músculos y permitir que el sueño te arrope con dulces arrullos y mandarlo todo a la mierda, como cuando un escalador está en la cresta de una montaña a ocho mil metros de altura en medio de una tempestad. Ha subido demasiado, ha ido más allá de sus fuerzas y ahora tiene que descender con nieve hasta las caderas, a cuarenta grados bajo cero, luchando contra vientos de doscientos kilómetros por hora y contra ese sueño dulcísimo que le canta, que susurra su nombre, y él solo quiere hundirse en la nieve y dejar de luchar, para que venga un capullo a despertarlo con un par de bofetadas verbales, un llamado al orden, un párese firme soldado.
Manuel es el dueño y señor de la puerta de La Macarena, el guardián ante la ley, Kafka dixit. Quien desee cruzar esa puerta debe, primero, vérselas con él. En condiciones normales no te dejará morir después de años de espera. El problema es que en este lugar las condiciones normales suelen brillar por su ausencia y a veces (más de las que quisiéramos) hay que ser un poco duro con algún gilipollas insoportable que a lo mejor le iría mejor quedándose en casa.
Manuel es uruguayo y ha llevado una vida errabunda llena de aventuras y experiencias extremas. Mecánico de helicópteros del ejército uruguayo, ha recorrido medio mundo en misiones de la ONU y ha terminado encallado en Barcelona en donde se ha convertido en segurata. Manuel es de mente rápida, deja fuera de combate a quien quiera con un par de frases como las que suelta un hampón de los bajos fondos o un policía de la vieja guardia, así que difícilmente llega a los golpes. Las palabras pueden hacer tanto daño como los puños, y las suyas han dejado a más de uno noqueado. Eso no significa que no pelee o que rehúya pelear. No rehúye una pelea. Lo he visto enfrentarse a tipos que le doblan en tamaño y peso. Lo he visto recibir golpes que derribarían a un toro. Y lo he visto siempre ir hacia adelante. No he conocido a alguien tan violentamente tozudo como él. Es cabezota como solo puede serlo alguien que se ha criado en la calle, que todo lo que ha aprendido lo ha aprendido sobre el terreno y casi siempre en condiciones muy duras. Manuel es un típico a self-made man. Tal vez por eso suele regodearse en los elogios que recibe, pero de tal manera que parece sorprendido por ello, como si pidiese permiso, un poco avergonzado, para sentirse orgulloso.
He dicho que es cabezota. Lo es de un modo absoluto. Como un niño. Solo se rinde ante su Dios Thor y tal vez ante su perro Kaos, un pitbull con un corazón dulce y juguetón, su compañía más cercana, su amigo más fiel. Llevo meses tratando de convencerlo de que escriba un libro sobre su vida. Tiene un talento innato para la escritura. Escribe como un naif. La literatura no lo ha contaminado. Sería un gran libro. Se vendería como pan caliente. Pero solo recibo evasivas por su parte. Tampoco se deja convencer para que lo entreviste. Solo me queda convertirlo en personaje.
De pronto siento como si me succionaran las tripas y el alma. Un vacío agobiante que se extiende por mi estómago. Un ramalazo de vértigo me obliga a apoyar la espalda de la pared. Mi cuerpo se tensa y es como si se encogiera y yo me ahogara en su interior. Es todo tan pequeño de pronto, tan miserable, tan irremediable y mezquino. Tengo la imperiosa necesidad de arrancarme la ropa, la piel, salir de mí mismo, salir de esta calle aparentemente ciega en la que me he metido. Estos ataques de ansiedad son cada vez más frecuentes. Por suerte aún no hay clientes en la discoteca y los temblores y el rictus de mi cara pasan desapercibidos. Manuel ha salido. Las camareras siguen con su interminable cháchara detrás de la barra. El DJ baila en la cabina al ritmo de la música que se clava como cuchillo ardiente en mi cerebro. Entonces veo bajar por las escaleras a Vinobien Valdenegro con la agilidad de un saltimbanqui, la elegancia de una estrella de cine, el desparpajo de un cantante de música pop, luego de haberse acicalado concienzudamente frente al espejo en el segundo piso, despeinándose con cierta elegancia casual el cabello, formando lanzas rubias que se elevan hacia el techo. Y es que Vinobien Valdenegro es exactamente todo eso: cantante, actor, artista del performance, show man, payaso, animador y, de paso, casi oblicuamente, se encarga de cuidar el orden en los baños y de recoger vasos y botellas en la sala de La Macarena. Parece un duendecillo malicioso. Apuro de un trago mi vaso y me sirvo otro Etiqueta Negra bien cargado.
Vinobien Valdenegro pide un chupito, se lo echa en el gaznate y se queja de su dolor de espalda. Es su manera de informar que se tomará un día de descanso. Pasa de las bajas médicas. No va al médico. Son unos farsantes, vendedores de elixires. Para elixires este, dice levantando el vaso vacío del chupito. Luego sale a la calle a fumarse su primer cigarrillo de la noche. Vuelvo a quedarme solo conmigo mismo, con la terrible sensación de hastío, con la certeza concluyente de que no hay salida para mi situación, de que estoy preso en una celda infranqueable que me he construido yo mismo. Vaya idiota. Bebo un largo trago para calmarme.
Trato de verme fuera de esta prisión psicodélica mientras me tomo mi tercer whisky. Trato de imaginarme, por ejemplo, bajo el sol rotundo de La Guaira. La arena quema las plantas de mis pies. Eso es bueno. Muy bueno. Los niños chapotean en el agua. Se dejan arrastrar por las pequeñas olas que lamen la arena, se esconden bajo la espuma blanca que estalla de luz. Juegan alrededor de mi esposa. Sentada justo en donde rompen las olas, ella los ve con expresión de amor absoluto. Yo bebo un largo trago de cerveza. El sol despelleja la piel de mi espalda. Una delicia.
El humo blanco hace su aparición y mi familia desaparece. Unos haces de luz roja pendulan frente a mí como dedos índices que me dicen no y ya estoy de nuevo en mi prisión insonorizada rodeado y zarandeado por la música.
Entran los primeros clientes de la noche.
Me sirvo mi cuarto whisky y me pregunto si todo esto valdrá la pena. Si no habré dado un ridículo giro de trescientos sesenta grados para quedar en el mismo punto anímico del que escapaba, pero a siete mil cuatrocientos noventa y cuatro kilómetros, muy pero que muy físicos, del lugar seguro y conocido del que tal vez no debí irme nunca. ¿Habría podido sobrevivir entonces? ¿Podré sobrevivir ahora?
La noche, aquí, es un galimatías.
La discoteca comienza a llenarse.
¡Que relato tan bueno! no deja de hacerme sentir triste esa coda en la que el narrador se encuentra tan lejos de su paraíso tropical perdido al tiempo que se pregunta si tal vez pudiera sobrevivir en dicho paraíso ahora. Quizá el narrador no se ha percatado que parte de ese paraíso le espera en su casa cada día o a lo mejor cuando escribió este texto todavía no había empezado el confinamiento y la embriaguez de la noche no se había despejado lo suficiente como para hacerse patente como se le hace ahora. Aunque me hayan dicho que el autor implícito no es el autor empírico, felicito al narrador y los dos autores (el implícito y el empírico) por tan buena narrativa…
Me ha gustado mucho Joaquín, excelente relato.
Fuerte abrazo desde los Estados Unidos!