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José Luis Guerín se lamentaba de que el cine sonoro no hubiera tardado unos años más en aparecer. El inclasificable director español sostenía que el mudo había alcanzado unas cotas artísticas que el sonoro cercenó de golpe, impidiendo una evolución que se adivinaba asombrosa. La cronología le avala: en 1927, el año de El cantor de jazz, el primer talkie de la historia, se estrenaban Metrópolis, de Fritz Lang; Octubre, de Eisenstein; Amanecer, de Murnau, y el Napoleón de Abel Gance. La interrupción de ese progreso fue más dolorosa aún al ver las primeras entregas del sonido. Las primitivas técnicas de sonorización obligaban a rodar en estudio, condenaban a los actores a permanecer junto a micrófonos camuflados e impedían el movimiento de las cámaras. Paradójicamente, cuando la pantalla empezó a hablar, el lenguaje propio del cine enmudeció. La gramática era más teatral que cinematográfica. Fue un retroceso de décadas: el cine volvió a la inmovilidad de sus inicios. El recién nacido tardaría un tiempo en aprender a hablar con soltura.
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Napoleón es un compendio de hasta dónde había llegado el cine. La película incluye grandes panorámicas, primerísimos primeros planos con cámara al hombro, travellings eternos anclando la cámara a lugares tan insólitos como la grupa de un caballo al galope o a un trapecio columpiándose en el techo, superposiciones, transparencias, celuloide tintado en púrpura, rosa o azul, rodaje en estanques de agua simulando el mar… La película se remata con una técnica que se utilizaría por primera y única vez y a la que se bautizó como Polivisión. La batalla final se rodó con tres cámaras unidas una al lado de otra. Las escenas rodadas se proyectaban de forma simultánea con tres proyectores. De esa forma, el ancho de la imagen se triplicaba. El resultado, aún hoy cuando los formatos panorámicos se han popularizado, corta el aliento. No es de extrañar que frente a este despliegue muchos se mostraran escépticos ante las posibilidades de éxito del sonoro.
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La exhibición técnica se combina con un alarde de medios humanos y materiales que no era inusual en aquellos tiempos. Miles de extras, animales, barcos, carruajes y armamento; decorados gigantescos; un suntuoso vestuario; ambientación en los lugares reales donde sucedieron los hechos históricos, incluida la casa en la que nació Napoleón…
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Pero Napoleón es mucho más que un derroche tecnológico alimentado por toneladas de dinero. Abel Gance se acercó al personaje desde la más rendida pleitesía y construyó el poema épico de un héroe mitológico que dedica su vida a hacer realidad la visión de una Francia dominadora de Europa, primero, y después del mundo. Como en los dramas griegos, su Napoleón se identifica más con las fuerzas de la naturaleza que con los seres humanos; con los dioses que con sus semejantes; con su destino histórico que con la vida cotidiana… Tan solo se humaniza en su cortejo a Josefina, dejando claro que es mejor general que amante.
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Ya desde las escenas de su adolescencia queda patente su especial carisma, sus dotes como estratega, su orgullo rayano en la altanería y su acendrado patriotismo. Pero también su dificultad para las relaciones humanas, con una tendencia al aislamiento, incluso de su propia familia. A esta querencia por la soledad no son ajenos los complejos por no provenir de una familia de abolengo y por sus raíces corsas, en un tiempo en el que la isla se consideraba un lugar todavía por civilizar, como le espeta uno de sus profesores.
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La película se centra en los primeros veintiséis años de vida de Napoleón, con especial atención a la Revolución Francesa. Gance plantea la tesis de que era inevitable que tomara las riendas del país para sacarlo del marasmo en el que lo había dejado sumido la utopía revolucionaria. Y defiende esta tesis de una forma absolutamente cinematográfica, con un montaje en paralelo de la huida de Napoleón en barca de Córcega y la asamblea de la Convención Republicana que dará comienzo al periodo del Terror. Al igual que la frágil chalupa que es azotada por el temporal, las masas populares asemejan olas gigantescas que amenazan con engullir cualquier atisbo de civilización. El héroe mitológico logrará dominar su embarcación. Por el contrario, la Revolución no hará más que azuzar las fuerzas del mal. La analogía es clara: Francia necesita a Napoleón. Los fantasmas de Marat, Danton, Saint-Just y Robespierre, todos ejecutados, se le aparecerán en una de las escenas más alucinadas del filme, para recordarle cuál es su misión.
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La aproximación apologética de Gance al futuro emperador y su nada disimulado desdén por la Revolución fueron polémicas ya en su época. Con Mussolini en el poder y Hitler enseñando las fauces, Gance parecía indicar que ese era el camino a seguir. De hecho, Napoleón puede ser igual de efectivo como pilar fundante de la Gran Francia como el Imperio Romano para Italia, la raza aria para los alemanes o la conquista de América para el nacional catolicismo franquista. Se puede deducir alguna intención de este tipo en el realizador, toda vez que apoyó sin reservas al régimen colaboracionista de Vichy. Triste contradicción para un autor que apelaba en su película a la hegemonía de su país sobre el resto de naciones de Europa: terminó compadreando con un gobierno títere mientras su nación estaba ocupada por los nazis.
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En cualquier caso, Napoleón fue el culmen de su trayectoria y a la vez los clavos que sellaron su ataúd cinematográfico, pero no por motivos ideológicos sino económicos. Fue imposible recuperar la desorbitada inversión. El monumental montaje original de más de nueve horas no era apto para todos los paladares. Fue troceada repetidamente para hacerla digerible y con cada nueva mutilación se reducía su grandeza. Por supuesto, quedaba descartado su proyecto de rodar cinco películas más para completar la biografía del corso. Gance prolongó su carrera hasta los años sesenta, alternando trabajos alimenticios con otros más personales y escapadas en televisión. Incluso revisitó a Napoleón en Austerlitz, aunque sin la grandeza de la primera entrega.
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Tanto despiece terminó por extraviar bobinas y bobinas del filme, en algunos casos con la certeza de que han desaparecido para siempre. La versión estándar que se conserva hoy se debe a Kevin Brownlow, una especie de sabueso del celuloide que ha dedicado cincuenta años de su vida a buscar por medio mundo fragmentos supervivientes. En 1979 completó un montaje de cerca de cinco horas de duración. A su estreno asistió el propio Abel Gance, ya nonagenario. Fallecería dos años más tarde, pero pudo ver como el mundo del cine se rendía a sus pies. Kubrick la calificó como “una obra maestra de invención cinemática”. Coppola se sumó a la causa napoleónica con una edición propia con música orquestada por su padre, Carmine.La veneración continúa. En este 2024, tras dieciséis años de trabajo, finalizó la reconstrucción más completa lograda hasta la fecha, con un metraje de siete horas. La película fue elegida para inaugurar Cannes, con la presencia de la hija de Gance. Algunos interpretaron esta elección como una muestra de chauvinismo galo. Casi cien años después, Francia le afeaba al muy británico Ridley Scott su Napoleón, retratado como un tirano acomplejado, un carnicero responsable de millones de muertes. En el fondo, Cannes y Scott demuestran que los ecos de la historia resuenan a través del tiempo: no hubo enemigos más irreconciliables durante el siglo XIX que Francia y Gran Bretaña.
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