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El mundo de los maquinadores es brutal. Hay personas con el poder de tomar decisiones que afectan a miles, incluso a millones de personas. De esas decisiones depende su triunfo social, político, económico… En caso de guerra, esta situación lleva al horror. Un general o un político ambicioso no dudarán en tomar decisiones que lleven a sus soldados a la muerte, aunque esta sea inútil en términos militares, si favorece sus carreras. Esta ambición se ve reforzada por códigos de honor: exaltación del honor y de la hombría, del patriotismo y del heroísmo en el combate. Estos son valores que los mandos ostentan y que exigen a sus subordinados. Pero existe un abismo de intereses y de mentalidad entre los unos y los otros. Esto es algo evidente en la guerra de trincheras, pero es fácilmente extrapolable a otros ámbitos. El abismo se extiende a los grandes empresarios y sus trabajadores, o a los políticos y sus votantes. Los segundos son apenas peones para los primeros: son tenidos en cuenta en la medida en que sirven a sus intereses, pero son intercambiables por otros en cualquier momento; y prescindibles cuando dejan de ser útiles o se convierten en un estorbo.

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En Senderos de gloria Kubrick nos muestra el absurdo de esta lógica en el caso de la guerra de trincheras, y como el aparato político y judicial la respalda. Es una película de denuncia, pero también un análisis que se despliega de forma precisa y aplastante. En la primera parte nos muestra como funciona el engranaje. La ambición de los de arriba fuerza a los mandos intermedios a presionar a los de abajo. Las vidas de las gentes quedan totalmente supeditada a los intereses de los poderosos, cuyas decisiones son a menudo caprichosas y despiadadas, pues aquellos a los que afectan no son considerados como iguales. La mirada analítica de Kubrick corresponde a aquello que nos muestra. Una denuncia de la guerra como extensión de un sistema despiadado basado en la autoridad, donde todo queda mediado por relaciones de poder. Los mandos superiores suelen ser cínicos e inteligentes, pero también estar dominados por una sed de poder delirante, que se ampara en la ideología –en este caso el patriotismo– para justificar unas decisiones que en realidad solo responden a sus ambiciones. Cuando se desmadran, o hacen algo inconveniente para el buen funcionamiento del sistema, descubren que ellos también son prescindibles para sus camaradas.


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Senderos de gloria es más que una película anti-bélica. Es un análisis minucioso del funcionamiento del engranaje social, de la lógica absurda de toda institución basada en la obediencia. Decía Platón en Las leyes, en boca del Ateniense: en la ciudad ideal todo el mundo debe tener a alguien por encima al cual debe obedecer. Los hijos deben obedecer a los padres; las mujeres a los maridos; los esclavos a sus propietarios; los ciudadanos a los magistrados… El buen funcionamiento del sistema se basa en la obediencia, como una red de poder piramidal que restringe toda autonomía y supedita las vidas de los individuos al todo del que forman parte. Totalitarismo platónico que tiene en el ejército moderno su máxima expresión. Las consecuencias de esta lógica aplastante se muestran de forma transparente en medio de la guerra. El sinsentido de la guerra corresponde a la esencia de la estructura de poder en la que estamos presos.

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Las relaciones de poder se extienden a todo, corrompiendo a los hombres, atemorizados por la muerte y embrutecidos por el poder que ejercen sobre otros. El mundo de las maquinaciones, en su perversidad intrínseca, no deja espacio para nada más. Es una estructura o una red que atrapa los cuerpos, corrompe las conciencias y ciega los corazones. A partir de esta constatación, se plantea el dilema moral de como comportarse dentro de esta maquinaria. Limitarse a obedecer, acatando la disciplina militar, nos convierte en cómplices. Rehusar nos convierte en traidores. Mantener la inocencia parece imposible en este infierno. Los hombres se apiñan como pollos en la cadena de montaje. Su función es ser sacrificados para que otros ganen, acumulando bienes, poder, cargos, distinciones. Han sido reclutados de entre los pobres, arrancados de su miseria campesina, uniformados y entrenados para una guerra inútil. Muchos de ellos se alistaron para defender la patria. También a los partidos políticos de masas hay gene que se afilia por convicción moral. No importa: unos y otros, sean obligados por la pobreza o engañados por la propaganda, son meras piezas dentro de una maquinaria pensada para destruirlos.


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La secuencia final nos muestra algo totalmente diferente. Kubrick sabe que no ha dejado ni un solo resquicio para la esperanza. Su lucidez es tan brutal como despiadada. Entonces decide detenerse en un suceso insignificante que escapa a la lógica del funcionamiento del sistema. Nos muestra como estos soldados, embrutecidos por la guerra, conservan una luz que llega a aflorar, como una pequeña catarsis colectiva, ante la belleza y la delicadeza de una mujer alemana que es obligada a cantar una canción para su entretenimiento. La delicadeza de la mujer se impone, contra todo pronóstico, mostrando su vulnerabilidad. La paz es el encuentro entre los corazones, más allá de las fronteras, más allá de todo aquello en lo que nos atrincheramos. Un encuentro que solo es posible en el dolor, en la vergüenza, en el reconocimiento de nuestra precariedad de criaturas –en todo lo opuesto al heroísmo y a la hombría. Esta es tal vez la escena más lírica filmada por Kubrick en toda su carrera. Que esté protagonizada por la que sería su mujer durante cuarenta años, Christiane Susanne Harlan, es algo que traspasa los límites del film. Pero Kubrick no quiere engañarnos y la canción popular es aplastada por los tambores militares: todo seguirá funcionando según la lógica del engranaje.