23 de junio de 2022
He empezado a hacer de mí un ser literario, alguien que vive las cosas como si un día debieran escribirse.
Annie Ernaux, Los días del pasado.
Tenemos casi tres meses en Santa Marta y desde luego me estoy aprendiendo los nombres de los sitios, grabándome una que otra imagen del paisaje para tener mi mapa mental y paseármela cuando no esté aquí o quien sabe. Tal vez lo estoy haciendo por pura maña de ser humano que está en un sitio nuevo. La supervivencia me obliga a conocer el entorno, diría mi voz en off tipo documental, aunque mi vida sería más estilo falso documental creo yo o es lo que me gustaría. Una autoparodia, como debería ser cualquier literatura.
Hay algo en este paisaje que llama mi atención más que cualquier otra cosa, incluido el mar. Pero no es la pintura completa, digamos, es apenas una cuadrícula. La del balcón. Estamos en el apartamento de mis suegros, queda en una torre enorme compuesta de dos edificios interconectados por una pasarela. Esa imagen a la que me refiero es más que una imagen. Es realmente un sonido. Creo que desde mis últimas semanas en Caracas he estado más atento a los sonidos (¿ruidos?) que a las imágenes. Tal vez haya sido igual en Duaca, sin embargo, puede que no me haya dado cuenta. Hay un sonido que no deja de estar. Siquiera de noche. Tanto que se jacta la gente cuando se va de Venezuela a propósito de que en otros lugares no dejan hacer ruido. “Te mandan la policía si no dejas dormir a los vecinos…” suele decir algún veneco trasplantado canadiense o gringo. Aquí no ha pasado nada en la ordenada y opulenta Colombia. Este sonido endemoniado no ha parado desde que llegué. Día y noche. No descansa. Todavía no ha llegado la policía, ni mucho menos he escuchado un vecino quejarse.
Pero, ¿por qué tanto rodeo?, ¿de qué estoy hablando? Ese es el problema, no tengo claro qué es el sonido. Es decir, sí sé de qué se trata, pero no tengo idea de su verdadera o más bien exacta naturaleza, la tarea que realiza. Mucho menos su nombre. No he querido googlearlo porque siento que sería quitarme mucho tiempo, más del que me roba día a día. No exagero pero sí me contradigo puesto que estoy escribiendo sobre ello.
La fuente del sonido en cuestión es una máquina, obvio, ¿verdad?, la modernidad siempre haciendo de las suyas, a veces en forma de ideología, otras en forma de aparatos, pero siempre con la violencia de por medio. La violencia es la única permanente en la modernidad. Exagero, pero suena bien, ¿verdad?, además, lo que es más importante: tiene sentido. Se vale exagerar cuando no se dicen mentiras.
Esta máquina es rara pero no es del todo desconocida, podrían ser retazos de diferentes máquinas para obrar un destino en concreto. Es una especie de grúa y al mismo tiempo polea y también excavadora pero también draga y al mismo tiempo bomba. No sé exactamente lo que hace, pero tengo días viéndola y puedo imaginarme (¿o más bien especular?) cual es su propósito. Está instalada en un patio al frente del edificio, a una cuadra y media del mar, desde mi cuadrícula veo esa otra cuadrícula. Es como un pequeño teatro, una puesta en escena de la construcción. Varios hombres que no dejan de trabajar y uno que está bien vestido y solo observa (a lo mejor es el ingeniero, el maestro de obras, el arquitecto o el dueño de ese esperpento, a lo mejor es un meme y no me he dado cuenta). Todo siempre está lleno de agua alrededor de la máquina. También hay tanques que eventualmente están llenos y vacíos de agua. La constante es un charco alrededor de la máquina, pero, ¿qué hace exactamente? No lo sé, creo que lo he dicho líneas arriba. Solo puedo decir lo que parece estar haciendo. Creo que hace dos cosas a) Sacar agua y b) Rellenar con cemento. Es decir, no es una máquina sino un devora planetas en miniatura, Galactus en persona, bebé, gateando. Pero eso no deja de hacerla inofensiva sino lo contrario, es tal vez la representación de la voluntad de la modernidad, “de moneda en moneda se hace un rico…” y de gota a gota se vacía un pozo.
“Es probable que sea agua salada…” dice mi yo objetivo, esa voz de antropólogo del siglo XIX que a todos nos habita. Esa especie de periodista a sueldo personal. El justo, la justa. Esa baraja de tarot mal echada. Conozco las manchas en su revés así que estoy seguro qué salió en esta tirada. La Justicia. Pero como tiene una polea no todo podría ser una balanza, también tiene posibilidades de ser El Colgado. Pero aquí no hay nada de inmovilismo, pausa o meditación sino lo contrario. Parece más lo otro. Es un juez esa máquina. Porque por más femenina que sea una máquina no tiene por qué llamársele de forma femenina. No sería justo, ¿verdad?
Es bueno aclarar que esto no es llorantina ecológica, de esa tan pregonada en estos tiempos, pero es bueno preguntarse, ¿y si fuese así cuál es el problema?, mientras me pregunto esto escucho al máquino trabajando, el sonido de su motor, mejor dicho, su ruido atravesando la Sinfonía en la menor de Rachmaninoff que mueve mi prosa.
Le dije a Yuruhary días atrás algo así como: el día en que Santa Marta sea un escenario tipo Mad Max la gente buscará los pozos para beber agua y solo encontrará galerías llenas de cemento.
Desperté a ese “algo anda mal con el mundo…” desde muy pequeño. No fue cuestión de ideologías o activismos, nada de eso. Era un niño solitario que leía todo lo que caía en sus manos. Teníamos en las escuelas un libro infame llamado Enciclopedia Básica Popular o algo así, tan feo que incluso de niño podía darme cuenta que no estaba hecho con amor, había para cada año escolar, no recuerdo de qué año era aquel, probablemente de segundo porque es un recuerdo de mis años de segundo grado, antes de la tragedia de la mudanza que es tema para otro día. Recuerdo haberme topado con el pasaje que hablaba de lo que se hace con los desechos humanos o más que lo que se hace, contaba el curso del agua de nuestras casas, hacia dónde va, de dónde viene. Un dibujo terrible en ambos sentidos, por técnica y por lo que representaba al terminar el pasaje. Era algo así como una gran tubería por la que salía agua contaminada y daba finalmente al río, al mar.
Puede que esta haya sido una asociación deliberada o más bien accidental, cosas de la memoria y la escritura cuando no se ejecuta con un plan preestablecido. O puede que mi educación sentimental en torno a la naturaleza esté ligada a ese evento. A mi descubrimiento del algo está mal con el mundo. De verdad que no exagero. A partir de allí supe que todo es una suma de arbitrariedades. Entendí por qué la maestra era más amable con otros niños que conmigo y ese tipo de cosas. Es decir, me di cuenta de la conjura que hay, de ese todos contra todos. Que los adultos ocultaban algo o peor aún, se hacían los locos de que estábamos envenenando al mundo. Las tareas y obligaciones no eran más que excusas para no enfrentar la realidad, para no hacernos responsables. O, mejor dicho, cambiando el tiempo: las tareas y obligaciones no son más que excusas para no enfrentar la realidad, para no hacernos responsables. Algo está mal con el mundo y ya entiendo por qué no me gusta, por qué hay cierta incomodidad desde que tuve cierta consciencia.
Después de aquello creo que la vida ha sido un reafirmar esa idea. Con sus variaciones y respectivas singularidades. Cambiando, desde luego, la suma de responsabilidades por el desastre. Nunca ha sido algo así como “todos somos culpables”, ustedes lo saben mejor que yo. Porque una verdad tiene distintas caras. Incluso la mentira de algún modo es una cara de la verdad, un nudo de ese gran tejido de las cosas. En la medida en que nos hacemos conscientes de algo que nos afecta al mismo tiempo inventamos el paliativo para que no nos pese tanto. La intuición juega a dos bandas o al abogado del diablo. Porque siente, se da cuenta, vive la verdad y al mismo tiempo la desecha porque siempre hay un tercero, la comodidad, que no está dispuesta a sacrificar su lugar. Su nudo es el más grande en el tejido, pero es el que sostiene los caminos, cada lugar que tomó la puntada de su hacedor, de su hacedora y del que se desprende el resto del textil. Que me perdonen los recursos y las capas por usar la idea del hilo, ese arcano, para describir lo que está bien con las conexiones de la vida para hablar de su antónimo. Pero no podemos obviar que la muerte también tiene sus conexiones. Corrijo, aunque queriendo decir lo mismo: la muerte no tiene nada que ver con esto, ustedes saben a lo que me refiero. Ojalá el lenguaje no fuese tan limitado. Ojalá yo y mis recursos no fuesen tan limitados para hablar de algo de lo que apenas especulo. No hay palabra que no salga de ninguna boca que no tenga un poco de eso.
El ruido de la máquina traga mundos sigue sonando detrás de mí. Me pregunto si seguirá sonando toda la temporada. Creo que estaremos aquí por un par de meses más. En un ataque de ansiedad probablemente me volvería loco, me rompería saber que no se detendrá nunca o mientras yo esté aquí. Pero es inevitable pensar que el ruido no deja de ser, seguirá siempre allí pero transmutado. Será otra cosa pero ruido siempre. La palabra ruido me recuerda las ahora lejanas clases de teoría y solfeo en la adolescencia. A la Teoría de la música de Danhauser, “la música es el arte de combinar los sonidos y hacerlos agradable al oído…”, algo así decía, jugábamos en la academia de música a invertirle el sentido cambiando una palabra, mientras se ausentaba el profesor, amargado gatekeeper, como suelen ser los músicos de mediana edad, acabados por no haberse convertidos en las estrellas que querían, ¿qué palabra era? Pues es fácil imaginarlo. Cambiábamos “sonido” por ruido y el resultado era un estallido de carcajadas. Cagados de la risa nos burlábamos del mundo y el ruido era nuestro cómplice. Porque en ese entonces existían cosas como lo sagrado dentro de un salón de clases así que la transgresión también tenía sentido. A lo mejor era peor que eso, era una gran herejía la que estábamos cometiendo y no nos dábamos cuenta, a lo mejor creábamos una versión de la realidad o un futuro y esa sentencia, ese juego, se materializaba en algún lado y la música no era la música y nuestro cinismo, todavía joven, no hacia sino representar al mundo repleto de ruido y desesperanza. Esos niños que intentaban aprender a leer el pentagrama hoy podrían ser los obreros que sacan el agua de ese pozo atiborrándolo de cemento o el ingeniero que les observa o éste que transcribe lo que ve, ese extraño paisaje.
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