
Santo Cambá
Los promeseros llegan unos días antes y se van quedando. No falta vino y charqui, reviro y chicharrón, algún gringo que anda de paso y quedó de chusma, cuatreros con la panza llena, campesinos del pago, los negros son mayoría. A veces se arrima alguno que anda medio bravo, habla de más buscando el entrevero, claro, no falta otro que está con el filo ligero, y la tierra, que siempre espera, recibe sangre como si fuera garganta seca. Algunos son de andar contando historias, instrumento sobre el muslo y enlazan la lengua que el pueblero no entiende. No pueden entender porque están estruidos, dice Rivero que toma la guitarra y va juntando su multitud. Los días previos sobran los entredichos y hay quien jura que el diablo se cuela en alguna discusión cuando aparece uno que nadie sabe de dónde vino ni a dónde va.
Todo eso hasta el alba, señal de que es el día del santo. Ahí se termina el asunto y empieza otro. San Baltasar, Santo Rey, Santo Cambá, el santito de los negros. Le brilla la sonrisa al generoso, recolecta pedidos, su manto colorado se llena de favores.
Antonio llega en la víspera. La fuerza del lucero no alcanza para iluminar la noche sin luna. El gaucho sale de las sombras del monte para ver la luz del negrito milagroso.
No le gusta hacerse ver, eso sí, cada tanto camina algún boliche. Le gusta pasar la noche en brazos de alguna moza, jugar cartas, las prostitutas le silban por pintón y porque sabe tratarlas, cuando nadie lo advierte se marcha como llegó, sin espamento.
El pingo avanza al paso. Se detiene frente a la pulpería que sirve de ofertorio. Cuando baja del alazán, dos hombres le echan un vistazo. Antonio se encarga de contestarles con el mismo gesto y ahí nomás bajan la vista, como si se le hubieran atrevido a un tigre.
Adentro Sía María baila. Tiene las caderas como una yegua y su frente desprende un sudor que cae como aguacero por el medio de sus pechos. Se mueve para un lado y luego para el otro como si el cuerpo estuviera sostenido por sogas, revolea el cuerpo en una danza que cautiva a los promeseros. Hasta el hembraje se rinde al encanto de Sía María que con sus pies descalzos levanta una humareda de tierra. Atrás de la negra, custodiado por su baile, está la figura de Baltasar. Las velas que rodean el ofertorio se apiñan como si fuera una pendiente, bajan ríos que arden y se desparrama a sus pies un chapucero de candela. Flamean a los costados de la imagen lienzos rojos, trapos, cintas. Es deber del promesero llegar con algo de ese color y ofrecerlo. Añudar las cintas cerquita, para que el santo las sienta. La negra baila protegiendo la imagen, crea una burbuja de encanto y distancia. Mientras dura la charanda de la morena nadie habla, los ojos se posan sobre la negra que hechiza con su contoneo, nadie se acerca a la imagen, solo dos negros que la acompañan con tambores y le hacen música.
El calor transforma los rostros, resalta las marcas del sol, calienta las mejillas y enturbia el pecho de los presentes con una fascinación mística.
Antonio entra al boliche, un rancho de tierra que se llena todos los seis de enero. Da unos pasos, bordeando al gentío que mira a la negra bailar. Pasa por detrás de la ronda, fijando su vista en el santo. Se acomoda en el tablón que despacha la bebida. La negra deja de bailar y un aplauso sostenido la saca del frenesí. Agarra de una mesa un copón de madera y traga lo que hay adentro. Se ríe y todos vuelven a festejarla. Sía María recibe los halagos y por un rato reposa su cuerpo en la bebida. La música vuelve de la mano de los negros, las conversaciones empiezan y los mozos se enciman sobre las mujeres.
Antonio pide una caña, el calor de la negra todavía flota en el ambiente, mira a las mujeres y se arrima a una. Le dice cosas al oído, relojea al gauchaje. La mujer ríe pero necesita aire, le dice que sale por un momento y Antonio aprovecha para ponerse de frente al ofertorio. La figura es pequeña, pero al estar sobre una mesa los ojos quedan a la misma altura. El gaucho lo mira como si se tratara de un amigo. Baltasar el santo negro, rey de oriente y portador de mirra, tiene la cara inclinada como si lamentara el mal del mundo y una leve mueca en sus labios, parece sonreír porque siempre hay esperanza.
En una punta del jolgorio, dos hombres toman vino mientras fichan a las mozas. Uno recorre con su vista el lugar. El humo que despiden las velas no deja ver con claridad. El terror aparece al lado del santo. Se sobresalta y codea las tripas del compañero, es el Antonio, dice nervioso. El Choño anda entonado, baja el recipiente y trata de agudizar la vista. Los hombres de Zalazar no olvidan a los retobados, menos a los desertores. Se le enciman las ganas de estaquear, de hacer sufrir al rebelde. Sí, es Antonio, dice el Choño que ahora es cabo. Se incorporan medio boleados por la mamúa y caminan hacia el Gaucho. Guarda, le dice Varela, andemos con cuidado. No sea miedoso, responde el otro. Se le acercan por detrás, el Choño es el primero en hablar, Varela, despeluzado, trata de bancar su miedo.

¿Así que le andas rezando al santito?, el matón apoya su mano en el mango del cuchillo, Varela repite el gesto y se ríe del comentario del amigo. Antonio gira despacio, se toma el tiempo para conservar en su memoria la negrura del santo. Da la vuelta y en voz baja pronuncia una oración, si no quieren morir acá, salen rajando. Los hombres observan que Antonio ya tiene la faca desenfundada. Varela retrocede unos pasos, Choño está firme, pero sabe que si amenaza con moverse las achuras que van a estar en el piso van a ser las propias.
Sía María se ha dado cuenta del enredo. Se acerca y pide a los gritos que respeten al santito. Dos mulatos, promeseros del santo, se paran, otros tres negros que parecen gigantes de arcilla también se arriman. Los hombres de Zalazar aflojan. El Gaucho baja el cuchillo y la cabeza en señal de respeto a Sía María. Los ojos de la peonada miran a Antonio que cambia de forma mientras camina, de bagual a tigre. Cuerpea el aire y se vuelve para arrodillarse frente al santito que permanece parado, rostro inclinado, mueca de sonrisa. Le pide perdón por la ofensa, mientras los presentes son testigos de la devoción. Sía María se acerca y toma uno de los cientos de pañuelos colorados que Baltasar viste como ofrenda y se lo ata en vincha al gaucho. La imagen del hombre completa, grabada en paños de lino, o dibujada sobre la tierra, la cabellera negra, ojos de noche, vincha colorada, nace la estampa de la leyenda. Gauchito protégenos.
Antonio recibe el trapo y devuelve un beso a las manos de la negra. Se incorpora y camina a la salida. El silencio es total, ni Varela ni el Choño explican su mudez, como si le hubieran cosido los labios. El Payubre ha entrado en pausa, ni los bichos de la noche se animan a silbar. ¡Ay, quién pudiera estar ahí!
Un desgraciado rompe el hechizo, engualichao, dice bromeando. Sía María responde con un sopapo que rebota en las paredes del lugar, no vuelvas a hablar así de un hijo de Baltasar, sentencia la negra. Antonio sale, taconea al alazán y se pierde en el monte.
El santo de los enfierrados
En la espalda, grande así, dijo, y con sus manos trazó el tamaño de una pelota de fútbol. Jony movió la cabeza para los lados, revoleó los ojos y terminó por asentir.
La música, siempre la música, como si le guanteara al silencio. El Ricky ensayó unos pasos en soledad, el Guacho lo fulminó, ¡amigo sos alto deforme!
El negrito con la cadera para un lado y para el otro, con sus manos forma dos veintidós, los pies se despegan al ritmo del cumbión, ¡cerrá el culo Guacho y cantá! Los dos abrieron las gargantas tratando de imitar el timbre del Traiko, el sentimiento de Meta Guacha: Qué me estás diciendo, me estás ofendiendo / no me digas negro soy igual que tú / si quieres probarme vamos a la calle / voy a demostrarte que tengo coraje / que su amor es mío porque lo gané / no vale que sientas que tienes dinero / que vivo en el barro y tú en la gran ciudad / soy negro de abajo con el alma blanca, yo soy de la cumbia, soy de la resaca, tú de los boliches de la capital.
Jony preparó las tintas, buscó las agujas, calibró la maquinita, dale, Guacho, sentate acá, no te muevas. El zumbido del motor y el primer pinchazo, ¿te duele?, ¿no? vamos a darle, y empezó a tatuar. Cada tanto miraba la estampita que tenía de referencia, después improvisaba. La villa hace siempre los mismos pedidos. De memoria dibuja dos imágenes, el Gauchito Gil y San Jorge. Madre, los nombres del piberío en letra gótica, el escudo del cuadro, San la Muerte, esos le cuestan más, a veces calca el dibujo sobre la piel.
El Ricky, impaciente, iba y venía, salió tres veces de la casa de Jony. La primera, trajo tres birras, Jony no tomó; los otros dos, sí. No te muevas Guacho o te voy a dejar alto escracho. La segunda vez, porro, primera pausa. Se lo fumaron mientras el Ricky contaba el robo en la Kentucky de Plaza Italia, no sabes Guacho cómo nos corrió la yuta, no la habíamos visto y Juan estaba re empastillado, no podía correr, así que nos pusimos atrás de un camión y plaplapla, los cobanis se las re tomaron, Guacho.

La tercera, se pegó una vuelta larga y volvió cuando Jony terminó, si al Guacho le dolió, no dijo nada. Mirá esto Ricky, dijo el artista, ¿te cabe?
Ahora sí, los músculos decorados y el Guacho paseaba el cuero todo el día. Un poco de sol bastaba para desenroscar la remera y dejar que las pibitas del barrio suspiraran las fibras de su pecho. Don César, del almacén sobre Varela, fue el único que lo obligó a taparse un poco. San Jorge cabalga en su espalda, una lanza perfora el dragón, cinco puntos resaltan en la bestia, detalle del Jony, protegido para siempre.
Entran y lo primero que ven es la figura del santo, un cuadrito sobre tres escritorios.
Un cachetazo del cabo Rodríguez lo ubica al Ricky, que mira alrededor tratando de ver quiénes son las ratas que laburan ahí. ¡Eh, no pegués que estoy lastimado! Otro cachetazo lo vuelve a cruzar. El Guacho se mantiene serio. El segundo estampido sobre el amigo hace que le clave una mirada al suboficial. Tiene algunos años más que él, se notan las cicatrices del acné. Rodríguez levanta la mano, amenaza un golpe y el Guacho no baja la vista. El policía amaga otra vez. La raza de ladrones, la sangre paterna y el coraje de la Mari hablan en su cuerpo. Permanece duro frente al cabito que intenta demostrar que todavía controla la situación. Un tercer amague y la respuesta es la misma. El Ricky va a contar después el cagazo que le agarró a Rodríguez. Los ojos negros del Guacho ahogan la osadía del cabo, que renuncia a levantar la mano una vez más. Caminen, dice. Los conduce por un pasillo, los dos esposados. Bajan una escalera, el clima se entibia y escuchan el grito de dos pibes. Unas jaulas aparecen en un espacio rectangular sin respiración. Dos tubos blancos, luz fría es la única iluminación. ¡Es el Ricky, el Ricky y el Guacho! Tomás y Daniel están al fondo, en calabozos separados miran por los orificios de las cerraduras. ¡Cállense, carajo! Rodríguez levanta la voz, detrás Varela acompaña llevando la cachiporra como si fuera una extensión de su virilidad. ¡Chupame la pija, gato! Es la voz del Dani, el hijo de Norma, la casera de la escuela 14. La risa de Tomas inunda el sótano. ¡Silencio, dije! Varela golpea la puerta del calabozo de Tomás, el silencio es breve. Hay un par de celdas más, pero no se escuchan otras voces.
Abren las puertas de un calabozo pequeño pegado al de Daniel, un golpe de olor a meo y mierda los sacude. Rodríguez les saca las esposas. Como perros, al Ricky y el Guacho los tiran adentro. Vuelta de llave, un par de susurros y escuchan pasos que se alejan. El Ricky se agarra del hombro, una vendita le pusieron, la sangre coaguló, ahora tiene dolor y una mancha negra, superficial, dijo el médico, cómo duele Guacho. El amigo no responde. Eh, te hablo a vos, ¿qué te pasa?
En la oscuridad de la celda el Guacho dice algo en voz bajita. ¿Me podes decir por qué tienen un San Jorge estos cobanis de mierda?
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